junio 14, 2025 r5ui

Cines eróticos de Cabrera Infante t361k

Pilares de las dos grandes pasiones del novelista: el cinematógrafo y el amor. Hoy son ruinosas sombras

Fotorreportaje de José Hugo Fernández 6b6t14

LA HABANA, Cuba.- En los cines de barrio de La Habana, Guillermo Cabrera Infante no sólo se enamoró para siempre del sortilegio del cinematógrafo. También descubrió el amor, y fue iniciado en las sublimes artes del rascabucheo, el ligue y la masturbación. En el capítulo más delicioso de su novela La Habana para un infante difunto, da cuenta de tales iniciaciones, siempre a su modo divertido e ingenioso.

Sin embargo, hoy, nuestro célebre fanático de “los cines más que del cine, con la mortificación de la busca sexual sólida interrumpiendo el disfrute de las sombras en la pantalla”, nos lanzaría pestes desde el cielo si pudiera echarle un vistazo a lo que alguna vez calificó como la topografía de su paraíso encontrado.

Ni el apego de los habaneros al cine (como espectáculo y también como enclave de iniciación erótica), ni el hecho, trascendente en sí mismo, de que constituyen referencias de primera línea dentro de una obra cumbre de la literatura cubana, han sido suficientes para evitar que casi todas esas salas que conformaron el itinerario cinéfilo y amatorio de Cabrera Infante estén actualmente clausuradas, inútiles, destruidas, o, en el mejor y más escaso de los casos, transformadas en míseras cuarterías o en planteles de la desidia estatal. Algunas pocas, aunque en pésimas condiciones, han tenido la “fortuna” de ser utilizadas como sedes de agrupaciones independientes de teatro o de danza.

En el cine Lira, viendo Los Viajes de Gulliver, el más célebre narrador cubano de los últimos tiempos experimentó su primer o carnal con una dama. Era una gorda, “mayor en más de un sentido”, que le dio trato de liliputiense y atajó sus ímpetus con un blúmer-faja a prueba de manos rascabuchadoras. El Lira, que, según Cabrera Infante, luego se haría pretensioso al cambiar su nombre apolíneo por el apodo de Capri, es uno de los únicos cines de aquel itinerario que aún continúa vivo. Sólo que con mucho menos ánimos que si estuviera cerrado.

Cascarón sin cáscara, vacío, maloliente, con los cristales rotos, el cine Capri, o lo que le resta, se llama ahora Mégano. Y ni pretensioso ni apolíneo, de lo que fue no queda sino lo que este nuevo nombre indica: un montón de arena, que se desmorona sin remedio, expuesto al viento, la soledad y la intemperie.

En el Majestic, Guillermo conoció el beso de lengua, impartido por una cocinera que a los pocos minutos de haberlo visto por vez primera, le estaba desabotonando la portañuela mientras lo amenazaba: “tú vas a ver lo que es una mujer”. No lo vio, debido a las protestas de los espectadores vecinos, pero jamás olvidaría aquel beso. Los habaneros, en cambio, nos olvidamos del Majestic, que en sus ruinas descansa, digamos en paz, desde hace un largo rato.

No nos hemos olvidado del Dúplex, pero para el caso es lo mismo, ya que tanto este cine como su hermano gemelo, el Rex, desaniman con sus puertas cerradas desde hace años (y presumo que para siempre), el bulevar de San Rafael. En el Dúplex, Cabrera Infante obtuvo su primera falsa promesa de amor, bajo el influjo de Fantasía, la película de Walt Disney, y en fecha memorable, pues fue justo el día que entregó para la imprenta el primer cuento suyo.

La primera calabaza se la dieron en el cine Universal, que hoy ya ni siquiera existe. Su primer desengaño maduró en predios de otro fiel difunto, Radiocine, donde, entre las escenas de celos y de incesto de El Séptimo Velo, había creído conquistar a una joven de luminosos ojos negros, a la que montó guardia en días siguientes, sólo para oírle decir, con el corazón en la boca: “Yo no lo he visto a usted en mi vida”. Una salida por demás sincera, aunque pueda parecer ingrata, puesto que en aquellas salas cinematográficas se ligaba a ciegas.

En el cine América, Cabrera Infante dio su primer paso en falso enamorando a una boba, coja y fañosa por más señas. Fue la primera pero no la única sorpresa que le reportaría su técnica de conquista, basada en el máximo aprovechamiento de la oscuridad y en el ataque sin palabras, mediante el toqueteo. Este cine, que hoy ya no es cine, mantiene sus puertas abiertas, pero dedicado a la presentación de espectáculos musicales en vivo que suelen ser tan frustrantes, bobos y cojos como aquella infeliz que le sirvió gato por liebre al novelista.

El Lara no es ni polvo

Como cazador cazado, Guillermo Cabrera infante también sufriría su primer gran apuro (y el segundo) en un cine habanero, el Lara, de Prado. Entre sus penumbras le montaron asedio un pederasta gigantesco, peludo y viejo, y un japonés kamikazi, mamador compulsivo. Sólo la suerte y una tímida decisión de último minuto consiguieron librarlo de aquellos vampiros del bálano adolescente. Al que no lo salvó ni el médico chino fue al Lara. Luego de innumerables años de olvido y podredumbre, convertido en meadero público, no es ya ni polvo. Apenas permanece su recuerdo en forma de insufrible olor a orina.

Porque si es verdad que entre los conductos de la nostalgia ninguno resulta tan fiel y recurrente como el olfato, para quienes vivimos hoy en La Habana la nostalgia no tendrá otro signo en el futuro que no sea el olor a excreta de la vejiga.

Es justo a lo que olieron antes de caer por completo los asentamientos cinematográficos del Habana, Cervantes, Ideal, Encanto, Verdún o Alkázar, donde Guillermo intentó conjurar su amor fugaz por las mujeres con su pasión eterna por el cine. Es a lo que han olido, huelen u olerán otros que también configuran su itinerario amoroso y que todavía están en pie pero cerrados, o privados de su mágica función: Negrete, Reina, Favorito, Infanta, Astor, Neptuno… cuya suerte es compartida por la mayoría de los cines habaneros de barrio.

En el Rialto le tumbaron por primera vez un ligue a Guillermo. El despojo estuvo a cargo de otro conquistador de cinematógrafo más osado y mejor parecido que él. Para colmo, estaban exhibiendo la película El filo de la navaja, y tocó la fatal casualidad de que su rival se parecía al protagonista, Tyrone Power.

Con todo, no perdió más que nosotros, que hemos perdido el Rialto, al parecer para siempre, pues aunque el edificio se conserva intacto, incluso recién restaurado, ahora sirve de base a una corporación dedicada al comercio de equipos electrónicos. Parte el alma pasar por Neptuno y Consulado, frente a aquel que fuera el cine de ensayo más concurrido y glamouroso para varias generaciones posteriores en dos, tres o cuatro décadas a la del autor de Tres tristes tigres.

Un amigo le había presagiado al premio Cervantes habanero (nacido en Gibara) épocas malas por venir: “Un día –advirtió- vas a encontrar tu Némesis en un cine”. Lo que no le dijo, porque no era adivino, es que no iba a ser en uno solo, sino en casi todos los cines que fueron testigos del descubrimiento de sus sueños imberbes y de sus primeros fulgores sexuales. Tampoco lo previno en cuanto a que su Némesis no tendría figura de mujer, sino de ingratitud histórica.

Mucho menos podría imaginar el amigo profeta que aquella sentencia, más que al novelista, que contra truenos y ciclones tiene asegurada ya butaca fija en el cine de Dios, nos afectaría a nosotros, sus lectores de La Habana, que finalmente somos las víctimas directas de la aniquilación de la memoria que, cual venganza divina, cae hoy sobre Guillermo Cabrera Infante y todo lo que le cuelga.

El propio Guillermo ha contado que en sus años de adolescente pobre en esta capital, su madre, cinéfila impenitente pero sin dinero para pagar el vicio, lanzaba una pregunta, siempre la misma, para que la familia escogiera entre la comida y el alimento visual: ¿Cine o sardina?, solía indagar ella entre sus hijos y esposo, hacia finales de la década de los años cuarenta, en el siglo XX. En estos días, después que la historia avanzó durante más de medio siglo, con rumbo –nos decían- hacia el futuro, a ningún habanero de a pie se le ocurriría formular la misma interrogante, debido a la obviedad de la respuesta: Ni cine ni sardina.

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José Hugo Fernández 126b2i

José Hugo Fernández es autor, entre otras obras, de las novelas El clan de los suicidas, Los crímenes de Aurika, Las mariposas no aletean los sábados y Parábola de Belén con los Pastores, así como de los libros de cuentos La isla de los mirlos negros y Yo que fui tranvía del deseo, y del libro de crónicas Siluetas contra el muro.

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