PARÍS, Francia. – Todos los que crecimos en la Cuba de las décadas de 1970 y 1980 asistimos a conciertos de la soprano Alina Sánchez. Figura clave del universo lírico de la Isla, a Alina la veíamos y escuchábamos muy a menudo en la pequeña pantalla, en el cine y también en las salas de concierto del país. Hacía mucho tiempo que quería entrevistarla porque, además de ser una excelente intérprete del bel canto y la mítica intérprete de la Cecilia Valdés de Gonzalo Roig (como lo fue también antes de 1950 Blanca Varela), nos une la profunda amistad con la arquitecta cubana ya fallecida y quien vivió exiliada en Madrid Irma Alfonso Rubio. Ella me mantenía siempre informado de todos y cada uno de los éxitos de Alina desde su llegada a Madrid en la década de 1990. y1025
En estos días, en que otra gran amiga de Irma, la profesora de ballet italiana Stefania Angelo, vino a verme al Festival del Libro de Niza, creo que nos ha estado mandando señales de cariño para todos desde el cielo para que recordemos que fue su pasión por el arte lo que hizo que estemos en o tiempo después de su partida.
Casi todo lo que puede verse hoy a través de YouTube existe gracias a alguien muy especial para Alina: Mariloly, transformista habanero que acaba de fallecer en Miami y a quien pude ver muchas veces a finales de la década de 1990 y principios de este siglo en el escenario de una discoteca llamada Ozone, que se encontraba en la avenida 57 del SW y la US-1. Nunca imaginé que la divertida Mariloly sería una de las más fervientes iradoras de Alina, al punto de deberle muchas grabaciones de la época cubana que la soprano daba ya por perdidas.
La vida de Alina Sánchez, hoy establecida en Salamanca, ha estado repleta de éxitos. Para contárnoslo la he traído a estas páginas.
―Cuéntanos de tus orígenes familiares, de esa genealogía que hace que Alina Sánchez naciera en Cuba…
―… el 5 de septiembre de 1946, en la barriada del Cerro, en La Habana, y fruto de un enredo de telenovela que ni Cecilia Valdés. Mi abuela materna, Genoveva Rodríguez Varona, es legalmente mi madre. Fue ella quien me educó, junto a su esposo Rafael Sánchez Lalebret (que tampoco era el padre de Ligia Solórzano, mi madre biológica). A ellos les debo mi educación y todo lo que soy hoy. Mi abuelo Rafael era matancero, nacido en un pueblito llamado Recreo (luego Máximo Gómez), y empezó como lector de tabaquerías hasta convertirse en periodista. Terminó trabajando en el periódico Información, en el Departamento de Información del Ayuntamiento de La Habana y en la revista Bohemia. Falleció en un accidente, en 1976 cuando cubría, como reportero, la construcción de las Ocho Vías en Cuba. Mi abuela Genoveva, sin haber recibido una gran instrucción, era un ser de gustos exquisitos. Con mucho esfuerzo ambos habían comprado su casita en el reparto Residencial Almendares, que se encontraba en esa geografía, para muchos difusa, que está cerca de lo que era el Reloj Club de La Habana y en donde, por cierto, Guillermo Álvarez Guedes tenía la sede de su discográfica Gema antes de que se la nacionalizaran y tuviera que exiliarse. Es decir, al oeste de la Avenida de Rancho Boyeros, del otro lado de Alta Habana, por donde pasa el río Almendares antes de llegar a Puentes Grandes.
El enredo es mucho más grande porque mi padre biológico, Salvador García Ramos, quien había ocupado un puesto vinculado al Senado por la provincia de Las Villas, iba a ser el padrino de mi madre Ligia y terminó convirtiéndose en mi padre. Aunque, repito, no tuve relaciones con él pues era bastante aventurero, y tuvo varios hijos regados, entre ellos al tenor Aldo Lario (su nombre es Eudaldo García Gómez-Lario), del que supe que era mi medio-hermano mucho después.
En todo caso, en la casa de mis abuelos (a quienes considero mis padres), se escuchaba la radio CMBF todo el día. El repertorio clásico, la sinfónica y el bel canto eran omnipresentes y formaron parte del universo sonoro de mi infancia. Recuerdo que lo más popular que se oía era el tango, con intérpretes como Hugo del Carril, Libertad Lamarque, Carlos Gardel, entre otros. Siempre digo que descubrí la música popular cuando llegué a la universidad.
―Justamente, ¿en dónde cursaste tus primeros estudios?
―Empecé la primaria en el Instituto Dixon, una escuela privada en El Cerro, y cuando pasé al cuarto grado me matricularon en el colegio Borroto, también en este barrio. Luego, cuando nos mudamos a Residencial Almendares, comencé a estudiar en el colegio Amador, en Calabazar. Cuba era entonces un país en donde todo funcionaba, de modo que una guagüita de la escuela me recogía y traía todos los días de vuelta a casa. Tanto el Borroto como el Amador pertenecían a personas de una misma familia.
Mucho antes de iniciar mis estudios de bachillerato en el Instituto de La Víbora, me matricularon en Bailes españoles, Ballet y Piano. Mi abuela Genoveva se había dado cuenta de mis dones artísticos por la capacidad que tenía desde niña de imitar a artistas como Elena del Cueto o Sonia Calero delante del televisor.
―O sea, que entras en la enseñanza artística desde pequeña…
―Me inscribieron en el Conservatorio de Leonor Periut, que se encontraba en Centro Habana, y que formaba parte del Conservatorio Nacional. En esta escuela se reunían muchísimos alumnos y Perla Feliú, la hija de Leonor, era violinista de una orquesta femenina. Luego estudié en el conservatorio de Clara Roche, sito en la calle Salud. Clarita era bailarina de danza moderna y había sido castañuelista de la Sinfónica. Fue además la formadora de muchos de los alumnos que luego integrarían el conjunto de danza moderna de Ramiro Guerra. Todo esto sucedía gracias a la voluntad de mis abuelos quienes trabajaban muy duro para pagarme mis estudios.
―¿Qué sucede a partir del 1° de enero de 1959?
―Sucede que después del caos y de las grandes transformaciones en el ámbito de la enseñanza que el triunfo del movimiento insurreccional contra Batista significó, cursé, como casi todos los que fuimos adolescentes durante aquellos años, un bachillerato acelerado en lo que había sido el Cuartel Columbia, transformado entonces en plantel de enseñanza Ciudad Libertad. El bachillerato lo terminé después en el Instituto de La Víbora. En 1961 me fui a alfabetizar a la zona de San José de las Lajas y mis abuelos, al no querer perderme de vista ni un minuto, a sabiendas del relajo que había ya, alquilaron un bohío en aquella zona para estar cerca de mí.
En 1962 entré a la universidad a estudiar Economía, después de haber recibido una preparación previa en Cálculo y Contabilidad, pero rápidamente me di cuenta de que este tema nada tenía que ver conmigo. Entonces dejé esta facultad y me presenté a los exámenes de ingreso de la Facultad de Artes y Letras para comenzar una licenciatura en Historia del Arte.
―¿Es durante tu carrera de Historia del Arte que entras de lleno en el mundo del lírico?
―Al mismo tiempo que cursaba estudios de Historia del Arte con profesores estupendos entre los que recuerdo a Vicentina Antuña, Mirtha Aguirre, Rosario Novoa, Roberto Segre, entre otros, empecé a tomar clases en la academia de canto de Mariana de Gonitch, una soprano y pedagoga rusa que había nacido en San Petersburgo, en la Rusia zarista, hija de un almirante del ejército blanco y quien había pasado parte de su vida como exiliada en París, en donde comenzó su carrera en el arte lírico antes de llegar a Cuba en 1940. Mariana falleció en 1993 después de toda una vida entregada a la enseñanza del bel canto. Y su llegada a Cuba se debió a que había conocido a su esposo, Pedro Guida, saxofonista de los Lecuona Cuban Boys, cuando este tocaba en París en la década de 1930. Esa fue la razón por la que ambos desembarcaron un día en La Habana.
A pesar de que con el triunfo de la Revolución las instituciones de enseñanza privada habían cerrado sus puertas, todas nacionalizadas, Mariana seguía dando clases por su propia cuenta y sobrevivían espacios en los que todavía podían presentarse los cantantes. Eran lugares que no formaban parte del circuito oficial, como las logias masónicas, la Sociedad Teosófica, entre otros. Fue Mariana quien me sugirió que me presentara a las audiciones que iban a hacer para la Universidad de La Habana con el objetivo de escoger a nuevos talentos por medio de la Comisión de Extensión Universitaria para un montaje de Cecilia Valdés bajo la dirección del maestro Gonzalo Roig. Y eso hice.
En ese periodo también quise explorar otras cuestiones relativas a la técnica con la maravillosa concertista Carmelina Santana, quien había sido alumna de Joaquín Nin y que me recomendó el pianista Raúl Iglesias.
―De modo que Cecilia Valdés, Mariana de Gonitch y el maestro Gonzalo Roig están en los orígenes de tu exitosa carrera…
―Exacto. Las audiciones se hicieron en el apartamento en donde vivía, en la calle San Lázaro, el maestro David Rendón, encargado del montaje. En aquella audición, en la que fui seleccionada inmediatamente, también lo fueron Isabel Zamora, quien en ese momento estudiaba Veterinaria, y Odelinda Cárdenas, que cursaba estudios para convertirse en otorrinolaringóloga. Entre los pianistas estaba Carlos Manuel Mena Herrera, quien sigue siendo mi amigo del alma, médico endocrinólogo que hoy vive en Colombia. El director artístico fue Miguel de Grandy, quien todavía no se había exiliado en Miami, y el coreógrafo un dominicano que llamaban Faruk. Yo tenía entonces 17 años de edad.
En el primer ensayo que hice con el maestro Gonzalo Roig recuerdo que puso la partitura original de Cecilia Valdés, que es en sol mayor (un tono alto muy agudo). Los músicos, acostumbrados a que bajara el tono para otras cantantes, le comentaron extrañados lo que ellos pensaban que había sido un error. Fue entonces que, refiriéndose a mí, les dijo: “Ella tiene el re. Lo canta en el tono original”. Fue a partir de ese momento, debutando en la gran escena del antiguo Auditórium de La Habana (luego Amadeo Roldan y hoy destruido, como todo en Cuba), que comenzó a despuntar mi carrera.
Fue en ese momento en que el director de cine Sergio Giral me llamó para que trabajara en el documental sobre la vida de Gonzalo Roig (1968), pues quería que saliera al mismo tiempo que la zarzuela.
―¿Entonces nunca trabajaste en el ámbito de la historia del arte propiamente dicho?
―El arte tiene que ver mucho con mi carrera, pero si te refieres a trabajar en el mundo de la curaduría, exposiciones y todo lo que tiene que ver con la crítica de arte, entonces puedo decir que nunca me dediqué a eso. Me gradué, eso sí, en 1969 después de una interrupción de un año en que nació Eduardo, mi primer hijo.
Seguí trabajando con el maestro Gonzalo Roig, haciendo con él romanzas y arias y participando en conciertos de la Banda Municipal de Conciertos de La Habana que entonces dirigía, e incluso en la televisión, hasta que en 1970 me llamaron para que fuera parte del elenco del Teatro Lírico Nacional (poco después llamado Gonzalo Roig), cuya sede estaba en el hoy destruido y prácticamente en ruinas Teatro Musical, en la esquina de Consulado y Virtudes, justo donde estuvo antes el teatro La Alhambra.
Debuté así en el Lírico Nacional con La leyenda del beso, de Juan Vert y Reveriano Soutullo, dirigida por Rodrigo Prats, e interpretando al personaje de Amapola, mi segundo protagónico después de Cecilia.
―¿En qué momento comienza tu carrera a escala internacional?
―En 1973 entré como primera solista en la Ópera Nacional de Cuba. Recuerdo que mi primer protagónico fue Violeta, en La Traviata, estando ya cuando la estrené con cuatro meses de embarazo de mi hija Jari Anna. En Cuba, el teatro lírico estaba dividido en zarzuela por un lado y ópera por el otro.
Obviamente, en aquellos tiempos la primera gira internacional que se hacía era por las capitales de los antiguos países socialistas de Europa del Este. En ese periodo participé en un festival de cine en Moscú porque había trabajado, no exactamente como cantante sino como actriz, en la película El otro Francisco, del director Sergio Giral.
Poco después estuve en el Festival Cervantino de Guanajuato, en México, un país en el que me presenté varias veces y del que conservo gratos recuerdos de mis actuaciones en el papel de Gilda, en la Rigoletto de Verdi y en Lucia di Lammermoor, de Donizetti, en el Palacio de Bellas Artes del Distrito Federal en 1985 y 1986, respectivamente. Recuerdo haber hecho en una misma temporada para el Lorca, en La Habana, los papeles de Musetta y Mimi a la vez en La Bohemia.
―¿Rompiste entonces con el mundo de la zarzuela?
―¡Imposible! Primero porque adoro la zarzuela y, contrariamente a lo que se cree, la considero un género mayor y siempre lo he reivindicado. Segundo, porque me llamaban cada vez que había que interpretar a Cecilia y fue el caso en 1981 cuando Roberto Blanco quiso montar una Cecilia Valdés un poco diferente para la que le encargó a Leo Brower una partitura que introdujera al personaje de La Chepilla, la abuela de Cecilia, interpretado para esta ocasión por Esther Valdés.
Poco después a Armando Suárez del Villar se le ocurrió montar La esclava, de José Mauri, una ópera cubana de 1918 en tres actos, cuya partitura había estado perdida mucho tiempo y cuyo ambiente se desarrollaba en una plantación colonial de Camagüey. O sea, que no solo cantaba en óperas, sino que ofrecía conciertos de canto, zarzuelas y otros géneros.
―Y aparecías también en el cine como actriz…
―Actué, como ya dije, en el documental sobre la vida del maestro Gonzalo Roig interpretando a Cecilia, pero también en las películas El otro Francisco (1975) de Sergio Giral, en Retrato de Teresa, dirigida en 1979 por Pastor Vega; en Patakín (1985), una comedia musical de Manuel Octavio Gómez, y en Plácido (1986), también de Sergio Giral. Casi siempre en relación con la música, evidentemente.
―En aquellas décadas, entre 1970 y 1990, las salidas de Cuba estaban muy controladas y quienes viajaban eran estrictamente vigilados. ¿Nunca tuviste problemas al respecto?
―No solo estábamos vigilados, sino que nos retiraban el pasaporte en cada viaje al extranjero y un encargado designado por la Seguridad del Estado vigilaba todos nuestros pasos.
Con mi abuelita anciana en la Isla, siendo yo su único sustento, más dos hijos menores, te podrás imaginar que éramos los perfectos rehenes; y ni pensar en quedarnos fuera. Mi esposo y padre de mi hija era Néstor Gutiérrez Carbonell, barítono y miembro del elenco. Quiere esto decir que no había manera de liberarse porque cuando viajabas no lo hacías con todos los de tu familia, además te retenían en pasaporte y te vigilaban. Y si dabas el paso de quedarte, te exponías a que te castigaran y te dejaran sin ver durante años a los tuyos, sin contar la manera en que una decisión como esta les afectaría a ellos también en sus propias vidas dentro del país. Así que la posibilidad de quedarme ni siquiera podía pasarme por la cabeza.
Evidentemente, todos éramos víctimas de grandes arbitrariedades. La primera era que el Gran Teatro García Lorca, sede del ballet y de la ópera, era el feudo personal de Alicia Alonso, y por esta razón, la ópera quedaba relegada a un segundo plano, pues ella lo acaparaba para lo único que le interesaba que era su propia compañía de ballet.
Te voy a contar la anécdota de lo que me sucedió en 1983 cuando el célebre director y productor español José Tamayo Rivas vino a La Habana. Tamayo había emprendido ese mismo año, con su espectáculo Antología de la zarzuela, una gira por América e hizo escala en Cuba antes de seguir rumbo a México. Yo estaba embarazada de Leonardito, mi tercer y el más pequeño de mis hijos, y lo preciso porque mis embarazos siempre han tenido que ver con momentos clave de mi carrera. Para Tamayo, las y los diferentes cantantes decidieron hacer pequeñas presentaciones. Cuando me oyó cantar me dijo, con aquella voz un poco particular que tenía: “Usted se va conmigo y mi compañía”. Primero que todo, eso no era así como así, y para colmos yo estaba embarazada. De modo que su gira continuó y yo permanecí en La Habana. Tuve a Leonardito, y poco después me propusieron una gira de conciertos por Jaén, Córdoba y otras ciudades de Andalucía. Fue al final de esta, cuando estaba de paso por Madrid, que volví a encontrarme a Tamayo.
En ese momento me contrató para su Antología de la zarzuela y, por suerte, el director de teatro Ángel Guerra, encargado de aceptar los contratos, dio luz verde para que lo aceptaran. La primera presentación con la compañía de Tamayo fue en Israel, un país con el que Cuba no tenía relaciones y mi pasaporte era cubano. A la llegada al aeropuerto de Tel-Aviv todo el elenco pasó sin problemas menos yo y otro cantante cuya madre era afgana o algo así. Al final, después de cierto tiempo, me dejaron entrar y recuerdo con especial iración la calidad del público de ese país cuando nos presentamos en Jerusalén y en Netanya. La gira continuó después por Estados Unidos, en donde cantamos en el Kennedy Center de Washington, y después en Canadá, en los mejores teatros de Montreal y Quebec. Pero yo tenía que regresar a Cuba porque había dejado a mi hijo que no había cumplido un año todavía y tuve que pedir permiso a la compañía para ausentarme un tiempo.
―Me imagino que no te dejaron salir otra vez…
―¿Cómo lo sabes? Obvio. Me di cuenta apenas puse un pie en La Habana. Allí hicieron todo lo posible para no gestionarme el boleto de avión, a pesar de que Tamayo enviaba un fax tras otro reclamando mi presencia en España para continuar la gira. No me daban ninguna respuesta por parte del Ministerio de Cultura cubano. Esto ocurrió en 1984. Al poco tiempo, en vez de enviarme a España, en donde tenía un contrato que cumplir con José Tamayo, me mandaron a México, a cantar Rigoletto y otros conciertos, como ya dije, en el Palacio de Bellas Artes.
Incluso tiempo después, en 1988, di una serie de conciertos en Noruega, Dinamarca y Finlandia, y me ofrecieron un contrato para la nueva temporada de ópera en Helsinki. El Ministerio de Cultura de Cuba volvió a negarme la autorización.
―Todas esas arbitrariedades y hostilidades son propias de ese régimen…
―Y la razón fundamental por la que, cansada de todo aquello, decidí abandonar mi puesto de primera solista de la Ópera Nacional de Cuba y fundar en 1989 el Estudio Lírico de La Habana, al que llamé así pensando en el teatro experimental del gran dramaturgo y pedagogo ruso Konstantín Stanislavski.
―¿Y qué fue lo primero que hiciste entonces, esta vez como directora de una compañía?
―Lo primero fue un homenaje al maestro Ernesto Lecuona, a quien, por haberse exiliado y morir lejos de la Isla, se le había ninguneado y borrado de todo el repertorio lírico nacional desde 1960. Me propuse entonces montar su zarzuela María la O, que había sido estrenada en 1930 en el Teatro Payret de La Habana e interpretada anteriormente por grandes del canto cubano como Marta Pérez, Sara Escarpenter, Hortensia Coalla y Rosita Fornés. Lo hice entonces bajo la dirección de Nelson Dorr, con escenografía de Gabriel Hierrezuelo, diseño de vestuario de Eduardo Arrocha (quien hizo una investigación espectacular) y la dirección musical de Gonzalo Romeu.
Por supuesto, Alicia Alonso no nos dio el Gran Teatro García Lorca, pero conseguí el Karl Marx (antiguo Blanquita), que no tenía ni remotamente la misma acústica que el Lorca, pero tampoco estaba mal. Entre las cantantes, la mezzosoprano Teresa Guerra (que vive hoy en Béjar), Mayda Galano (que está en Madrid) y yo nos turnamos para interpretar al personaje de María la O. La puesta de Dorr introdujo pequeñas variantes como fue el hecho que en el libreto original de Gustavo Sánchez Galarraga los dos personajes masculinos correspondientes al marqués del Palmar y al conde de la Vega, antes destinados a dos hombres, se convirtieron en marquesa y conde, para poder introducir a María de los Ángeles Santana en el papel de la primera y a Germán Pinelli en el del segundo.
Mi satisfacción fue enorme, no solo por el exitazo que tuvimos, sino porque gracias a esta obra pude hacer que tanto María de los Ángeles Santana como Germán Pinelli volvieran a España, después de décadas sin presentarse en ese país, en donde mucho tiempo atrás habían sido irados y queridos. En 1990 pusimos María la O en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, por primera vez en la historia de España, y también primera presentación de ambos actores en este país después de 1960.
―Siguieron otros éxitos, ¿no?
―Y muchos desencantos, que fueron los que me hicieron abandonar definitivamente mi país. Después de María la O hice El murciélago de Johann Strauss, una opereta nacida de la tradición romántica alemana. La dirigió Maritza Rodríguez y como en el acto II, durante la fiesta en la casa del príncipe ruso Orlofsky, se suele introducir a grandes artistas, introduje entonces a Jorge Luis Prats y a Rosita Fornés, lo cual generó enorme sorpresa. El éxito fue increíble, al punto que la embajadora de Austria en La Habana quedó prendada de la puesta y nos escribió una carta que aún conservo.
De más está decir que, en 1991, Estudio Lírico de La Habana le hacía competencia al Teatro Lírico Nacional y al de la Ópera. No podían ignorarnos. Es la razón por la que en 1991 la propia Alicia Alonso me invita a cantar a Viena. En la capital austríaca, después de una presentación de la ópera Norma, junto al barítono Hugo Marcos, uno de sus grandes auditores, el mítico Erich Kunz, nos invitó a ambos a presentarnos para la temporada siguiente. Cuba nos negó entonces el permiso. Ni Hugo ni yo comentamos nada, pero cada cual sabía ya lo que tenía que hacer.
―¿Y qué hiciste?
Mi abuela-madre falleció justo antes de la puesta. Ya mis dos primeros hijos estaban mayorcitos, aunque el pequeño todavía tenía nueve años. Me dije entonces que si no salía de Cuba en ese momento no podría hacerlo nunca. Dejaba atrás a mis tres hijos, pero no tenía otra alternativa.
―Mi última actuación en Cuba fue en Aída de Verdi, una idea de la directora de orquesta Elena Herrera que a mí me pareció un disparate porque representaba un tour de force, ya que en la ópera las interpretaciones están muy jerarquizadas y dependen de la intensidad de carácter de cada personaje. A tanta insistencia me lancé y creo que quedó bastante decente, a pesar de que no era un personaje a mi medida. Recuerdo que estaba ensayando Aída mientras tenía a mi abuela-madre enferma de gravedad. Casi que lo hacía por ella porque nunca se perdió uno solo de mis conciertos en Cuba y sabía que se sentiría muy orgullosa de verme en ese papel.
―¿A dónde te fuiste y cómo fueron tus primeros años de exilio?
―A Madrid, a donde llegué en 1993 para quedarme. Al principio estuve cantando en un espectáculo de boleros, pero como llegó la temporada estival y el tema de los espectáculos se paralizaba, entonces tenía que encontrar otra cosa. Yo había conocido anteriormente al actor Paco Valladares, que era muy amigo de la presentadora Teresa Campos, quien tenía un programa matinal en la televisión, de lunes a viernes, llamado Día a Día. Allí actué entonces, siempre muy medida como recién llegada, cantando en el segmento musical que tenía el programa hasta que una de las personas encargadas de la producción me presentó a la representante sa Elizabet Michaud, quien tenía una empresa llamada Arts et Musique. Elizabeth comenzó a conseguirme presentaciones y conciertos en toda la Península, y aprendí algo del manejo de contratos y estos temas de los que nunca me había tenido que ocupar.
―Entonces creaste tu propia empresa…
―Llamémosla así si quieres. Yo sé mucho de arte, pero nada de finanzas. Me asocié con la mezzosoprano Teresa Guerra y juntas fundamos aquella miniempresa con la que decidimos montar en 1999 María la O. La puesta fue fenomenal, estrenada en el teatro Campoamor de Oviedo. Trajimos de Cuba a Manuel Duchesne y a algunos músicos que eran imprescindibles. El éxito fue tremendo, al punto que el alcalde de Oviedo (que era del PP) nos prometió invitarnos a las temporadas siguientes, pero en eso vinieron las elecciones, cambió el partido en el poder, y nunca más nos llamaron. La zarzuela también la pusimos en Segovia y León. Todo muy exitoso, pero creo que estuvimos pagando las deudas por una década.
A mis hijos había podido sacarlos de Cuba finalmente en 1995. Y después de la fallida miniempresa empecé a trabajar con la Compañía Lírica Extremeña que dirigía Paquita García, quien me había oído cantar en Cáceres y se empeñó, contra mis propias objeciones, en que interpretara al personaje de la Mari Pepa en la zarzuela La revoltosa. Estando con Paquita conocí a Juan Sebastián García Caminos, profesor del Conservatorio de Plasencia, quien nos invitó a mí y a Teresa Guerra, a impartir unos talleres vocales en la ciudad de Béjar. Cansada de la inestabilidad de las prestaciones artísticas, me convertí por siete años, y hasta 2007, en profesora del conservatorio de esta ciudad de la provincia de Salamanca.
―¿Conservas materiales gráficos y documentales de tu brillante y extensa carrera?
―Como todo artista de pura cepa, soy un desastre para coleccionar o almacenar mis propios programas y este tipo de cosas. La mayor parte de mis actuaciones que pueden verse en YouTube se las debo a una persona muy especial, que desde los años en que vivió en Cuba se convirtió en uno de mis mayores iradores y nunca me abandonó hasta su muerte reciente en Miami, el pasado mes de marzo. Quiero hacerle un homenaje muy especial a esa persona: a Danilo Domínguez Dieppa, más conocido por su nombre de transformista ―Mariloly―, con el que fue pionero de este género en Miami y actuó en clubes y otros espacios de esa ciudad después de su salida al exilio por el puerto del Mariel. Durante toda la década de 1970, Danilo y el grupito de sus amigos, eran punto fijo en todas nuestras actuaciones. No se perdían una ópera, conservaban todo el material posible y lo increíble era que se robaban las rosas del cementerio para componer los ramilletes que, al final de cada puesta, nos ofrecían a las intérpretes. Danilo tenía una voz espectacular, pero en Cuba nunca le dejaron entrar en el ámbito lírico por ser homosexual declarado. Incluso, su padre, que era taxista, me iba a buscar a mi casa en el alejado reparto Residencial Almendares, cuando llovía, para llevarme al teatro y que no me mojara. El hermano de Danilo, el pediatra Fernando Domínguez, quien vive aún en Cuba, fue quien atendió a mi hijo Leonardito. Este público de aficionados cubanos salvó la memoria de aquella época. Danilo se tomó el trabajo de rastrear muchas de mis interpretaciones y de subirlas a su canal de YouTube. Si hoy podemos recordarlas fue gracias a su paciente labor y a su enorme pasión por el arte lírico.
―¿Y cómo vive Alina hoy?
―Vivo desde hace tres años muy feliz y cerca de mis nietos mellizos a orillas del río Tormes, en la ciudad castellana de Salamanca. Mi hija Jari Anna es cantante, y vive a pocas manzanas de mi casa. Mi esposo Pablo Suárez, ya está retirado, pero como fue un excelente técnico de luces y sonido, conoce, como yo, a muchas personas del mundo del espectáculo, por haber trabajado para la productora Pentación, dirigida por Jesús Cimarro, que istraba el Teatro La Latina. La dueña del Teatro La Latina era la inolvidable Lina Morgan. Cuando decidió vender el teatro recibió jugosas ofertas que querían utilizar el inmueble para otros fines no artísticos. Lina se negó rotundamente y aceptó una oferta menos cuantiosa porque su condición para vender era que se conservara activo el teatro de sus sueños.
También, y partir de ese momento, mi esposo estuvo en casi todas las presentaciones del actor de origen cubano Gabino Diego Solís, acompañándolo durante años por toda la Península, y a cuya madre, Ana María Solís, que acaba de fallecer, tú entrevistaste.
Todo esto hace que viajemos constantemente a Madrid, a ver a amigos, espectáculos, aunque también sigo cantando, impartiendo talleres para alumnos y presentándome en muchísimos lugares.