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13 de abril, 2000



Derrumbes del recuerdo

Claudia Márquez Linares, Grupo de Trabajo Decoro

LA HABANA, abril - Nada ha cambiado. Pensé que después de tanto tiempo, diez años quizás, el barrio y su gente serían diferentes. Que conocería rostros rebosantes de felicidad. Los más viejos me saludaban con la misma expresión de cuando era niña. El aburrimiento seguía siendo el mismo. Los más alegres sentados a la puerta del solar jugando dominó. La botella de ron como dama de compañía les provoca, todavía, las carcajadas y los deseos de hacer cuentos contra el gobierno.

Los derrumbes parciales continúan en el antiquísimo recinto de podredumbre y escasez de agua. Recuerdo aquella vez en que la vanidad de adolescente me hizo retroceder en el pasillo para buscar los aretes perlados de mi preferencia, cuando repentinamente el estruendo escandalizó a los vecinos. Mi padrastro y su hijo, junto a la enorme escalera de mármol, fueron a parar a la cocina del primer apartamento. El susto fue tremendo. Se salvaron de chiripa.

Nunca imaginé que con los años nos íbamos a acostumbrar al veredicto del arquitecto: "a esto le queda un par de meses". Aún sobreviven los pasillos. Ya no hay escaleras de mármol ni azotea. Desde esta última solíamos ver mi madre y yo los barcos que se arrimaban al Muelle de Luz, muy cercano a la Alameda de Paula. Tampoco existen los vitrales por los que el sol mostraba sus rayos morados, rojos y verdes, y todos los muchachos extendíamos los brazos para que se tornaran también morados, rojos y verdes.

Allí continúan viviendo los mismos rostros, cumbancheros cuando llega el pollo a la carnicería, y desganados cuando les toca la guardia de los CDR. Se acostumbraron a la inmundicia y los casuales visitantes se asombran de sus condiciones de vida. Todos soñaban que para el 2000 residirían en la zona de Alamar y entonces comenzarían a sentirse personas. Ya no pueden recibir visitas. Nadie se atreve a atravesar el laberinto que sin dudas un siglo atrás fue un edificio colonial de una condesa. Hoy se conserva la chimenea donde los esclavos cocinaban y el gran patio central con sus arcos, donde seguramente guardaban los carruajes. Cuántas generaciones de cubanos lo habitaron. Y ahí está esperando por la bondad del Historiador de la Ciudad para que lo restaure y logre en un par de meses convertirlo en un museo o en un hotel de cinco estrellas. Nadie sabe cuál será su destino ni mucho menos el de quienes viven allí. Todo depende de la fortaleza con que se siga manteniendo a pesar de los aguaceros de mayo y de los ciclones de octubre. Parece como si el espíritu de los vecinos, cuando dicen "esto no se cae", lo mantuviera en pie.

La nostalgia de jugar a los escondidos entre los cuartos de gran puntal y las numerosas puertas me acompañó la semana pasada. Mientras caminaba entre los escombros del último colapso, en una esquina amontonados, me asombraba de ver los mismos helechos que brotaban de los siempre húmedos ladrillos.

Ya en mi mente me lo imagino convertido en un lugar limpio, con agua, luz en los pasillos, azotea para mirar el Puerto y gente con deseos de vivir.

Y una voz me gritó al despedirme: "No te pierdas". Y yo sólo anhelo regresar cuando todo haya cambiado.



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