La rata
Miguel A. Ponce de León, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, mayo - Me tiré en el cajón de madera al que poéticamente llamo "Triclinio". Estaba muy agotado. Eran las 11 p.m. Unos toques, dados con los nudillos en una clave reconocida, sobre mi puerta, me alertaron que La Rata me necesitaba.
Siempre acudo a las llamadas de La Rata. Su profundo conocimiento sobre todo lo sucio que el hombre pueda acumular en el alma y derramarlo en derredor me atrae. La Rata es uno de mis maestros, uno de mis verdugos.
Dos días sin dormir, el cansancio acumulado, lo desprecié. Abrí la puerta.
Irradiaba seguridad. Unos dólares guardados en el bolsillo y otros escondidos en su cueva se la proporcionaban.
El: "Vístete rápido. Esta noche no me la puedes negar. Te invito a tomar unas cervezas y a comer algo". Lo decía con voz segura y fuerte. En su mano derecha sostenía una cerveza Cristal.
Mi lentitud lo desesperó.
El: "Vamos, más rápido. No te preocupes por la plata, que yo pago".
Salimos a la noche en un lugar bajo árboles y estrellas que está en la esquina de San Ignacio y O'Reilly escogimos una mesa. Plástica y blanca, como todas las mesas plásticas y blancas que hay en estos lugares donde la moneda que vale es el dólar. Mesas plásticas
y blancas que van infestando la Habana Vieja. Adiós al mármol, adiós a las sillas vienesas.
El tiempo se deslizó rápidamente. Dieron las doce. Sólo había hablado La Rata, y sobre La Rata. Yo escuchaba. El tomó cervezas. Yo sorbí poco a poco una Coca Cola. Un reloj parecido a un beeper emitió un sonido electrónico desde su cintura.
Como si fuera un acto reflejo, pidió una nueva Cristal y para mí otro refresco. Me solicitó brindáramos por el día del periodista independiente. Scol.
"Se escribe así", dije displicente.
El: "¿Qué significa eso?", preguntó suspicaz.
Haciéndome el sueco le expliqué que así se brindaba, con esa palabra, en el país escandinavo. Me incitaba a tomar, y yo, impertérrito, seguía sorbiendo lentamente Coca Colas. Me miraba preocupado. La noche tibia nos envolvía.
El: "Vámonos a otro lugar. Comeremos algo y seguiremos tomando".
Lo seguí. Paramos en un lujoso chinchal situado en San Rafael y Galiano. Desde su interior, mi vista traspasó las paredes de cristal y entró en la noche de una Habana fantasmagórica. El Parque Fe del Valle, lugar donde antes estuvo El Encanto, semejaba un cementerio
abandonado. El antiguo Ten-Cents mostró su piel cayéndose en tiras sobre su esqueleto expuesto. Sólo un viejo gay solitario repetía incansablemente el itinerario que bajo los portales de una tienda llevaba recorriendo hacía más de veinte años. Ahora, ¿qué
hallaría? ¿qué buscaría en realidad? Serían los recuerdos los que animaban sus pasos.
La Rata reclamaba la atención del camarero con voz firme. Exigía eficiencia, rapidez. Seguía insistiendo en que yo pasara del refresco a la cerveza. Me arrullaba con sus palabras.
Fueron horas de excitados monólogos durante los cuales yo absorbía no sólo sus palabras, también la charla que mantenían en la mesa contigua dos hombres nuevos con dos mujeres nuevas.
No los cansaré con todos los sonidos producidos por su lengua no adiestrada. Sólo iré a lo esencial.
El: "Puedes confiar totalmente en mí. Tú sabes que no soy de la Seguridad".
Se embalaba con cada nueva Cristal bebida con avidez y rápidamente.
El: "Callas muchas cosas. ¿Por qué? ¿Tienes miedo decirlas?"
El: "Nunca me apreciaste debidamente. Cuando creías que yo era un simple aprendiz yo era un maestro. Humildemente, creías tú, aceptaba tus desplantes aristocráticos".
¿Tendrá la razón? Yo nunca sé ciertamente casi nada. Estaba calmado. Lo escuché atentamente.
El: "Ya. No me lo dirás. Pero sé que estabas dentro del juego, ¿cierto?"
Silencio de mi parte. Tranquilidad interior. Cansancio.
El: "¿Te callas? No importa. Lo sé".
El: "Quiero que sepas que Robot Cop I es un niño de teta comparado conmigo. El, al que tú le has dado tantas noches, está preparado sólo para matar el cuerpo. Yo lo estoy además para las almas".
Lo miro, sorbiendo mi Coca Cola, y me pregunto si la cerveza le hace daño. Su alteración es más evidente en su mirada, en su tono de voz.
El: "Yo tengo secretos. Secretos que cuestan la vida. Nunca los diré. Tú no te puedes equivocar".
¿Adónde querrá La Rata llevar la conversación? La noche, la soledad, la bebida, ¿confundirán sus pensamientos? Yo lo miraba con atención. La expresión de mi cara no podía ser más inocua.
Sacó una sevillana, y abriéndola, me mostró su rapidez y destreza en la defensa, ¿en el ataque? La esgrima que practicó durante un tiempo se hizo evidente.
El: "Hay fronteras que no se pueden cruzar. No es necesario delimitarlas. Tú las conoces. Cruzarlas cuesta la vida".
Descargado ya, comenzó a roer su emparedado de jamón y queso, mirándolo fijamente. Me deleité masticando lentamente algo que no paladeo con frecuencia.
Con la boca llena comenzó hablar de sexo, y cerré mis oídos. Seguí degustando el emparedado y la figura del joven camarero.
Habló seguidamente del amor. Pensé inmediatamente ¿qué podía saber del amor aquél que no ama a un hijo, que no ama a su familia, que no ama a un amigo? Me habló de amor a la patria, de amor a Cuba. Puras abstracciones aberrantes en su boca. Lo seguí
escuchando.
Quiso jugar en máquinas electrónicas, pero el camarero le dijo que estaban rotas. Quiso poner música, pero le explicaron que la máquina estaba desconectada, y cerrarían de poco. Quiso saber si mis amigos que viven al norte del Gulf Stream tienen os en el
State Department. ¿Qué decirle? Seguía mirándolo y sorbiendo lentamente mi eterna Coca Cola.
Al fin nos expulsaron del local. Bajamos por San Rafael. Me invitó a seguir comiendo y tomando. Aceptaría un café con crema y un dulce en la panadería sa que está en la Acera del Louvre, al lado del Hotel Inglaterra. Son las 5 a.m. Cerrada. Nos
conformamos con unos panecillos dulces y atrasados que compré en una vidriera donde el empleado roncaba sonoramente frente al pan de París.
Le recordé el hambre sufrida por ambos. Iracundo, me miró a los ojos y casi gritando me espetó que él nunca la había pasado.
Recordé sus continuadas dietas de chícharos amarillos sazonados con sal y sin grasa, acompañados por un rissoto blanco y tristón. Me vinieron a la memoria los consejos que le daba para evitar flatulencias prolongadas y aterradoras.
Nos despedimos en el Parque de Albear cuando los gorriones comenzaban a piar alegremente en los árboles y asomaba una leve claridad violácea sobre La Moderna Poesía.
Respiré profundamente el aire casi frío, y reconfortado caminé por Obispo hacia la casa. Tomaría, al fin solo, un café con un pastel de queso. Era feliz. ¿Sería inocente?
Mi Habana Vieja despertaba. Yo me sumiría en sueños sin pesadillas y sin temores.
La Rata, como de costumbre, me descubría algo nuevo. El, en su locura, una amenaza... ¿suya? ¿de quién?
Nació un día esplendoroso. Dormiría bien. Estaba muy cansado.
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