Las abuelitas no mienten
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, noviembre - Mi abuela Victoria murió cuando mi madre tenía
nueve años. No pude disfrutar su tolerancia, sus mimos y sus elogios.
Francisca Marín, mi abuela paterna, era cascarrabias y gruñona según
dicen. Pero conmigo era dulce como sólo puede serlo una caricia. También
me abandonó temprano. Yo tenía ocho años cuando ella
renunció a que Fidel Castro la gobernara. Se le metió en la cabeza
la idea de morirse, y lo hizo no bien Pablo Vázquez, mi abuelo, le dijo
que Cuba pintaba a comunismo.
El caso es que, como cualquier niño, yo tuve abuelitas pero no
pudieron consentirme. A una no la conocí y de la otra tengo no más
un leve recuerdo. Sin embargo la imagen de mis abuelas era sagrada en mi hogar.
Victoria era una santa en boca de mi abuelo Don Ramón Portal. Panchita ya
no era resabiosa ni refunfuñona en la memoria de Don Pablo Vázquez.
Los dos dedicaron sus soledades a llenar a sus nietos de historias embellecidas
por la nostalgia.
Como puede colegirse tuve muy pocos elogios de pequeño. Para que
alguien me cantara una mínima filípica tenía que acometer
casi una heroicidad o actuar casi seráficamente. Sólo mis padres
decían que yo era bello, inteligente, valiente, fuerte, disciplinado.
Pero, ¿qué padre no sobrepondera a sus hijos? Crecí esforzándome
porque me valoraran. Si practicaba judo me proponía ser el mejor. Si
escribía quería ser como Cervantes o Shakespeare. Si jugaba fútbol
deseaba patear como Pelé. Lo más que conseguí fue que mi
madre me reprendiera porque me iban a zafar un hueso con esos tirones que nos dábamos
sobre el colchón; que mi padre me lanzara unas miradas entre burlonas y
recriminatorias por andar con esas flojeras de estar escribiendo versitos; que
mis contrincantes del balompié quisieran despellejarme una canilla.
A todas éstas ni Victoria Martínez ni Panchita Marín
estaban para apoyarme con su autoridad en mi intento de ser como Sánshiro
Sugata, aplaudirme con su sensibilidad cuando mi padre miraba con sospechas mis
décimas torpes o vociferar en el stadium cuando conseguía un gol.
Fue entonces que descubrí el Granma. ¡Eureka!, me dije. Granma
es la forma apocopada de abuela en inglés. Esta es la abuelita que me
elogiará. Y desde entonces quise ver mi nombre, no ya en las bocas de
Victoria o de Panchita, sino en las páginas del periódico más
importante de mi país. Por esa época ya sabía que el
cigarro me impediría viajar a Hong Kong para medirme con Bruce Lee o a
Rio de Janeiro para, con fintas inigualables, burlar el gardeo de Pelé.
La emprendí contra mi vieja Underwood y quise acercármele a John
Steinbeck y si no escribir "Las uvas de la ira", por lo menos
garrapatear "Los marañones del berrinche". Nada. Los versos
siguieron mortificándome. Gané algunos concursos y mi abuelita de
papel apenas si ponía mi nombre, perdido entre la friolera de ganadores
de quienes nada se decía.
Así ocurrió varias veces. Granma a lo sumo me dedicaba media línea.
Premio Ismaelillo de cuento, Manuel Vázquez Portal. Fábrica de
Antojos, poesía para niños, Manuel Vázquez Portal. Seco.
Cortante. Noticioso. Era una abuelita severa. Pero no supe bien de su severidad
hasta ese infausto día 5 de noviembre de 1999 en que, en un tabloide
especial, al centro del periódico, el Sr. Fidel Castro se refería
a mí y a un grupo de colegas y amigos, como "elementos
contrarrevolucionarios, entre ellos integrantes de la llamada prensa
independiente", " de las tropas del Mariscal de Campo Michael
Kozak", entre otros elogios reconfortantes. Y logré al fin ser
famoso por medio de alguna de mis abuelitas. Porque eso sí, las abuelitas
no mienten, si no, pregúntenselo a Granma, mi abuelita postiza.
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