Vicente Echerri. Publicado el jueves, 19 de abril de 2001
en El Nuevo Herald
Al tiempo de conmemorarse el 40° aniversario de Bahía de
Cochinos --en La Habana, con deliberaciones; en el exilio como rememoración
luctuosa-- volvían a debatirse en Ginebra las violaciones de los derechos
humanos en Cuba. Las noticias de última hora comentaban la súbita
propuesta de Francia de enmendar un párrafo de la moción de
condena al régimen de Castro que, de nuevo este año, presentaba la
República Checa, en el cual se hablaba de ayudar al pueblo cubano "a
buscar las libertades que requiere''; términos que el gobierno francés
interpretó como un estímulo a la subversión, y propuso
cambiarlo por "dar los pasos necesarios para mejorar las condiciones económicas
del pueblo de Cuba''. Así las cosas, EU, que suscribía la moción
checa, buscó aplazar la votación con vistas a alcanzar un consenso
para condenar al régimen de Castro, algo que este año, dados los
países que integraron el Comité, iba a ser más difícil.
No es sorprendente que algunos países, con un largo expediente de
violaciones de derechos humanos, se esforzaran por que el castrismo no resultara
condenado en este foro: se trata de la elemental lealtad de los cómplices.
Es de esperar que los facinerosos se encubran y se protejan mutuamente frente a
alguien de afuera que amenace su impunidad, lo mismo en un barrio marginal que
en el Palacio de las Naciones. Lo que sorprende son las dudas y timideces de
algunas democracias que parecen más dispuestas a contrariar la política
exterior de EU que a condenar a un régimen bárbaro que celebra sin
pudor el ilícito mantenimiento de su poder. Los activistas pro derechos
humanos en Cuba se dedican, con loable paciencia, a recopilar testimonios de
violaciones específicas: arrestos arbitrarios, condenas injustas,
ejecuciones sumarias, supresión brutal de la libertad de expresión,
persecuciones contra disidentes, etc., con las cuales componer un atestado lo
suficientemente impresionante y voluminoso para convencer a un organismo
internacional de que el régimen de Castro merece ser condenado. Sin
embargo, no puedo dejar de ver en este recurso un fallo moral, en particular de
parte de la Comisión de Derechos Humanos. ¿Por qué harían
falta pruebas de violaciones particulares de los derechos humanos en un país
donde rige sin freno la voluntad de un mismo individuo desde hace más de
cuatro décadas? ¿Cómo podrían no violarse los derechos
humanos cuando se confiscaron masivamente las propiedades, se suprimió la
libertad de prensa y de asociación, y se tiene por delito disentir de la
política oficial y criticar al máximo líder?
Para condenar al régimen de Cuba al ostracismo y a la repulsión
bastaría el rostro repugnante de Fidel Castro, autonombrado portavoz
vitalicio del pueblo cubano; bastaría su discurso de esta semana
celebrando cuarenta años de socialismo, es decir, de censura, de opresión,
de cárcel, de ejecuciones, de aventuras militares, de terrorismo
internacional, de miseria colectiva, de ruptura de la familia cubana. Frente a
ese cuadro de opresión general, de largo horror que antecede ya al
nacimiento de la mayoría de los cubanos, ¿qué importancia
tiene si un disidente se pudre en la cárcel sin juicio, o juzgado y
condenado por un tribunal de patéticos figurones que van a imponer lo que
la Seguridad del Estado les mande? ¿Qué valor de denuncia le agrega
a ese cuadro el acoso a los periodistas y otros profesionales independientes? ¿En
qué medida puede satanizarse aún más un régimen que
envilece a una nación entera por tanto tiempo e insiste en su derecho a
seguir envileciéndola?
"A confesión de partes, relevo de pruebas'' reza el axioma
legal. La palabra de Castro, su insolencia, su impudicia, su evidente desprecio
por las normas que rigen la vida civilizada y por sus conciudadanos, a los que
su gestión ha convertido en súbditos abyectos, es razón
suficiente para, en base a la Declaración Universal de Derechos Humanos,
considerar al régimen cubano como un paria, es decir, un gobierno ilícito
presidido por un déspota enloquecido que no merecería otro trato
--al menos de parte de la comunidad occidental-- que el de un criminal que debe
rendir cuentas a la justicia.
Sin embargo, razones económicas, entresijos diplomáticos e
ilusiones marxistas que todavía padecen políticos e intelectuales
de países democráticos han acrecentado el reconocimiento de Castro
en los últimos años, como si su sola permanencia en el poder fuera
poco menos que una carta de crédito. Que la encomiable moción de
la República Checa debiera ir a debate, o que Francia propusiera
edulcorarla para beneficio del castrismo, es una ver- güenza. El régimen
de Castro ha violado los derechos de todos los cubanos a toda hora, todos los días,
durante más de 40 años. ¿Qué otra prueba hacía
falta para condenarle?
© Echerri 2001/El Nuevo Herald
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