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Julio 11, 2001



La transición cubana

Joaquín Roy. Diario 16. Julio 11, 2001.

El breve desmayo sufrido por Fidel Castro ha disparado comprensiblemente las especulaciones acerca de la sucesión política en Cuba. Las consecuencias inmediatas han incluido las también comprensibles declaraciones acerca de que "todo está atado y bien atado" (referencia a Raúl), para usar el símil de la aparente fortaleza del postfranquismo, el envidiable sentido del humor con que el dictador cubano encajó el percance ("fue un ensayo, para ver cómo serían los funerales"), y las muestras de evidente poder detectado por el ministro de Relaciones Exteriores, Pérez Roque.

Este escenario público, sin embargo, maquilla un panorama confuso que se está abriendo paso tenaz y sordamente. Como en el teatro clásico, más importante puede resultar lo que no se dice que lo que se repite insistentemente. La clave, como es comprensible, puede residir en una dimensión ajena a las condiciones sucesorias oficiales. La clave de la transición cubana, naturalmente, está en el interior, pero no exactamente en el seno de la disidencia. Curiosamente, esta vez se puede formar una coalición con un sector importante de los Estados Unidos, que no es precisamente el del exilio. La coalición novedosa no se plasmará entre el núcleo duro de los exiliados y los disidentes a los que supuestamente se quiere apoyar con lamentables leyes y donaciones. La nueva alianza se puede entablar, insólitamente, entre militares cubanos (formados en la defensa tenaz ante el enemigo) y norteamericanos (preparados durante décadas para acosar a regímenes de la ralea del cubano).

Este curioso panorama se comenzó a forjar, naturalmente, en el momento del final de la Guerra Fría. Lenta pero tenazmente, la antaño formidable solidez de las Fuerzas Armadas (FAS) de Cuba sufrió una labor de zapa, a medida que se retiraba el apoyo de la Unión Soviética en descomposición comenzaban a faltar los repuestos para los armamentos y se terminaba para siempre la función de los soldados en el exterior, como lanzas del Kremlin. Cuando se superó el llamado "periodo especial", a mediados de los 90 los ejércitos cubanos sufrieron una transformación drástica. De ser una maquinaria de guerra se transformaron en unos organismos de la curiosa privatización "pública" del Estado, sin abandonar las funciones de policía interna.

Mientras el partido se anquilosaba en el uso de una ideología obsoleta, las Fuerzas Armadas copaban las empresas públicas y de turismo y se constituían un estado paralelo, pragmático y práctico. Simultáneamente, desde los Estados Unidos sus homólogos observaban con sumo cuidado la supervivencia del esqueleto militar cubano y declaraban, mediante sibilinos informes subvencionados, que ya no era amenaza alguna. Este diagnóstico contrastaba con el griterío de los duros en Washington y en Miami que atizaban los rescoldos de la Guerra Fría.

Los militares norteamericanos son los más interesados (aparte de algunos sectores económicos que ansían vender mercancías en una Cuba libre del embargo) en que la transición cubana sea de lo más pacífica que permitan las circunstancias. El potencial de enfrentamientos internos es alto en el momento en que no se vea claro qué sector heredará el legado de Castro. El Pentágono sabe perfectamente que las presiones sociales de un país en ruinas serán imponentes y los buenos deseos del exilio para una reconstrucción rápida se convertirían en utopía. Una vez han abandonado la doctrina de poder para poder entablar dos guerras al mismo tiempo, en dos escenarios diferentes, los militares de los Estados Unidos prefieren concentrarse en su función esencial: hacer o evitar la guerra, con todos los medios posibles a su alcance, con el menor costo de vidas propias.

Una Cuba enfrentada a sí misma, a medio centenar de kilómetros de Cayo Hueso, será un escenario difícil de evitar. No es casualidad que el antiguo jefe del Comando Sur, el general Charles Wilhem, ya jubilado, viajara recientemente a Cuba y volviera encantado de la dirigencia cubana más joven y con una visión de lo más realista acerca del potencial de supervivencia del espíritu de la vieja guardia. Detrás de su iración por la visión de Pérez Roque puede estar escondida la apuesta por los dirigentes cubanos más jóvenes que saben que su futuro está íntimamente sujeto a la estabilidad del país, lo cual resultará imposible sin la anuencia de Washington en un escenario con Castro ausente. De ahí que los militares cubanos se vayan convirtiendo en los aliados de los norteamericanos para asegurar que la transición se produce sin trauma.

Por esa razón, los politólogos que durante un par de décadas han propuesto el modelo español de transición para Cuba, harán bien en enfocar sus miras hacia el otro país ibérico. En el futuro de la Cuba post Castro el modelo portugués se cierne sobre el Caribe. Ante la no disponibilidad de un Suárez, temeroso de la desaparición sangrienta del equivalente de Carrero Blanco (Raúl), el sistema norteamericano puede ya haber apostado por el apoyo a una especie de general Spinola y unos jóvenes capitanes y coroneles que provoquen la reconciliación sin venganzas y que al mismo tiempo garanticen el orden. Como ocurrió en Portugal, en los primeros momentos probablemente se alzarán los sectores que reclamarán la supervivencia de las conquistas básicas de la Revolución, sobre todo a los ojos de los colectivos más necesitados e históricamente marginados, como los negros y mulatos, y los campesinos. Será cuestión de encauzar las energías. Y nada mejor que una coalición entre militares a ambas orillas del estrecho de la Florida para garantizar el éxito.

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