Carlos Alberto Montaner. Publicado el lunes, 23 de julio de
2001 en El Nuevo Herald
II - El desenlace democrático
Madrid -- En fin, ya lo sabemos: el propósito de Fidel Castro --y la
tarea a la que Raúl desearía aplicarse-- es que su régimen
sea eterno. Esa es su noción de la gloria. Y se equivocan quienes piensan
que al máximo líder no le interesa la posteridad. Por el
contrario: ha dedicado toda su vida a fabricar su pirámide. Tiene a baterías
de investigadores recogiendo (y ocultando) papeles. El yate Granma es una
reliquia casi religiosa. O la silla en la que colocó sus obesas posaderas
juveniles, o el rifle que usó en la Sierra Maestra. La frase "después
de mí, el diluvio'', no va con él. Su lema es "después
de mí, yo mismo''. Su intención es perpetuarse, permanecer como
una referencia incesante en la memoria de sucesivas generaciones de cubanos. No
quiere transición: quiere sucesión y continuidad.
El problema es que eso no es posible. Muerto Castro desaparece el único
atractivo que le queda a ese polvoriento y fracasado episodio de la guerra fría.
Me lo dijo un importante canciller latinoamericano recientemente: "En el
velorio le comunicaremos a Raúl que cambian las reglas del juego; se
acabaron las concesiones y Cuba, si quiere conservar nuestra amistad, tendrá
que entrar por el aro democrático''. Y eso exactamente será lo que
ocurrirá en la comunidad de banqueros y empresarios internacionales:
todos se sentarán tranquilamente --no tienen prisa-- a esperar los
cambios. ¿Quién puede ser tan imprudente como para llevar sus
recursos a un país totalmente paralizado por la incertidumbre?
Esa situación precipitará a Raúl Castro a la decisión
que tanto teme: si no es posible la continuidad del régimen, habrá
que explorar la transición. ¿Transición hacia dónde,
hacia qué punto del espectro político? Muy fácil: hacia
donde determine libremente la sociedad cubana, mediante la democracia plural y
sin ataduras, único procedimiento capaz de quitarle la espoleta a esa
bomba de tiempo antes de que les estalle a todos en la cara.
¿Cómo se lleva a cabo ese prodigio? La respuesta pudiera estar
en una propuesta conocida como Proyecto Varela. Con un irable sentido de la
oportunidad, los demócratas situados dentro de la isla, encabezados por
el ingeniero Oswaldo Payá, un cristiano abnegado y valiente, acompañados
por más de un centenar de organizaciones en las que no faltan los nombres
clave de Gustavo Arcos, Elizardo Sánchez, Osvaldo Alfonso y Raúl
Rivero, y respaldados por la mayor parte de los demócratas del exilio,
pronto le entregarán al gobierno diez mil firmas de otros tantos
ciudadanos que desean se consulte a la sociedad sobre la naturaleza del sistema
en el que todos conviven (y malviven). En esencia, ése es el Proyecto
Varela, así nombrado en homenaje a un cura cubano de la primera mitad del
XIX, liberal y civilizado, que trató de terminar por vías pacíficas
con el régimen colonial español.
Lo interesante del referéndum propuesto es que está
contemplado dentro de la legislación cubana vigente, y daría
inicio a un cambio ordenado, con garantías para todas las partes, en el
que el presumible tránsito a otro sistema y gobierno se llevaría a
cabo paulatinamente, con tiempo y sosiego suficientes, de manera que se pudiera
reorganizar el mapa político del país con el surgimiento de las
fuerzas políticas democráticas y con el correspondiente
aggiornamento de los comunistas, hoy atrapados en una impopular ratonera
estalinista, pero capaces mañana de refundarse en un partido socialista
moderno y respetuoso de la pluralidad, como ha sucedido en Italia o Polonia.
¿Hay gente en el entorno del gobierno que desee este desenlace? Por
supuesto, aunque no se atrevan a decirlo, y, de alguna manera, la edad es un
factor muy importante en la determinación de sus preferencias políticas.
Como regla general, los más jóvenes, los que todavía miran
hacia el futuro con cierta ilusión, son los más proclives a
aceptar la posibilidad de una transición hacia la democracia y el
pluralismo. Ese es el caso de Abel Prieto, ministro de Cultura; de José
Luis Rodríguez, ministro de Economía; de Eusebio Leal, restaurador
de La Habana; del ex ministro de Relaciones Exteriores Roberto Robaina --quien
jura que la vida le dará una segunda oportunidad--, y hasta de Ricardo
Alarcón, quien a sus 64 años, en la intimidad de su hogar, cuando
se mira al espejo y le pregunta a quién debe parecerse para cumplir con
sus más ocultas fantasías, el artefacto, con cierto escéptico
realismo, le responde que a Adolfo Suárez, el político español
que desarmó el rompecabezas franquista sin perder una sola pieza en la
aventura.
Fidel, para evitar la evolución a la democracia, advierte contra las
traiciones y pone de ejemplo el desbarajuste soviético. Es un falso análisis:
traición es mantener al pueblo cubano, hambreado y tiranizado, dentro de
un modelo absurdo liquidado por la historia. Es al revés: a quien se
atreva a encabezar la transición por la vía democrática le
cabrá el honor de haber tenido la valentía, por primera vez en la
historia de Cuba, de haber resuelto racional y pacíficamente una crisis
sucesoria. En 1933 los cubanos no supimos salir ordenadamente de Machado,
recurriendo a la legalidad, como proponían las cabezas más
sensatas del país, y tuvimos que sufrir los primeros siete años de
Batista y el surgimiento del batistato. En la década de los cincuenta no
fuimos capaces de enterrar el batistato sin recurrir a la violencia y sin
destruir las instituciones, y el resultado han sido más de cuarenta años
de dictadura comunista. Ahora, otra vez, surgirá la oportunidad de pasar
la página pacífica y racionalmente. Quien lo consiga tendrá
la gratitud eterna de ese pobre pueblo.
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