Los trabajos
forzados en Cuba
Héctor Maseda, Grupo Decoro
LA HABANA, marzo - Camagüey, provincia centro-oriental de Cuba, fue
convertida entre los años 1963 y 1967 en el centro de operaciones de las
Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Destino cruel para
decenas de miles de jóvenes cubanos entre 15 y 30 años de edad, víctimas
del miedo y la intolerancia del régimen castrista. El crimen cometido por
los adolescentes: ser religiosos o desafectos ideológicos. Particular
agresividad gubernamental padecieron los Testigos de Jehová, los
estudiantes calificados de rebeldes porque les agradaba la música rock
interpretada por grupos extranjeros. Fue una fórmula violenta de
reeducación política, sin resultado alguno.
Corría el año 1963. Se cumplían dos años del
fallido desembarco en playas cubanas de una fuerza militar opuesta al castrismo.
Las autoridades cubanas establecieron de inmediato y por ley el Servicio Militar
Obligatorio (SMO), con el objetivo de preparar en el uso del armamento a la
juventud cubana. Pero... ¿qué hacer con los miles de muchachos
desafectos? No podían ser incorporados SMO, donde se les enseñaría
el manejo de las armas que después podrían virar contra el
gobierno. Tampoco podían excluirlos del cumplimiento del servicio
militar, ya que hubiera sido un mal ejemplo a seguir por el resto de los
adolescentes. Existían, además, grupos armados opuestos a Castro
que operaban en el Escambray y la Cordillera de los Organos. Era necesario
encontrar una solución mediante la cual 30 ó 40 mil jóvenes
"no confiables políticamente", que debían pasar por el
SMO, estuvieran bajo control absoluto y pagaran con creces los gastos en que
incurriera el Estado con ellos. Encarcelarlos no era una solución política
y mucho menos inteligente.
Al mismo tiempo, era interés del gobierno hacer una limpieza social
profunda, razón por la cual incorporarían en esta depuración
a los proxenetas y homosexuales, y a los antisociales con antecedentes penales.
Así, la purga sería general.
Y nacieron las UMAP, verdaderos campos de concentración y de trabajo
forzado en la agricultura, muchas de ellas en la provincia de Camagüey.
Miles de muchachos pasaron por sus filas engañados, ya que pensaban que
cumplían con un deber patriótico. Nada más lejos de la
verdad: el Estado necesitaba una fuerza laboral gratuita en aquella provincia.
Raimundo Jorge Martínez fue citado en marzo de 1964 durante el
segundo llamado del Servicio Militar Obligatorio. Tenía 18 años.
Le gustaba la música rock. Razón suficiente para que el Comité
de Defensa de la Revolución de su cuadra lo denunciara por desviación
ideológica. Ese día formó parte de una caravana de ómnibus.
En cada uno iban casi 200 nuevos enlistados, y sus guardias, con fusiles y
bayonetas. El contingente era de 1,400 hombres. No pararon en ningún
pueblo. "Las necesidades fisiológicas las realizábamos en el
interior de los ómnibus", recuerda Raimundo. "No recibimos agua
o alimentos durante el viaje. Llegamos a la ciudad de Camagüey. Nos
recibieron otros militares. Me incorporaron a la Unidad 2506, campamento 'Las
Carolinas', a quince kilómetros del central 'Amancio'. Otros contingentes
fueron trasladados en trenes, bajo condiciones similares a las nuestras. Nos
dijeron que formaríamos parte de unidades especiales. Nuestras armas
consistirían en instrumentos de trabajo. 'La disciplina será
fuerte, para templarlos como el acero', nos dijeron".
Alfredo A. Delgado Ontivero estudiaba en la secundaria básica "Rafael
María Mendive", de 10 de Octubre. "Pertenecí a un grupo
de agitación denominado 'José A. Echeverría'. Pintábamos
carteles y repartíamos proclamas contra el gobierno. Todos fuimos
descubiertos y detenidos. Pocos días después de que me pusieran en
libertad me citó el Comité Militar. El oficial que me recibió
me dijo que iba para la UMAP porque yo era un desafecto político que se
hacía necesario reprogramar. Era el tercer llamado, marzo de 1965. Tenía
19 años.
"Llegamos a Camagüey, campamento 'La Gloria'. Unidad 2237. Me
entregaron un par de botas, un pantalón verde oliva, una camisa azul de
mezclilla con un membrete azul y rojo que decía 'UMPA'. Y una gorra. Me
preguntaron mis datos personales y me dieron un número de control. A
continuación nos enseñaron el lugar donde viviríamos. No
había nada. Sólo una cerca de alambre de púas de 4 a 5
metros de altura, que rodeaba un área de unos dos kilómetros
cuadrados. La cerca perimetral la electrificaban de noche al concluir el
trabajo, para que no nos fugáramos. Recibimos unas lonas para dormir
donde pudiéramos, y quince días de plazo para construir las
barracas de madera y techo de fibrocemento. Los custodios tenían una
oficina y sus albergues literas, baños y comedor".
En realidad, las condiciones de vida no podían ser peores: poca y
mala alimentación. No había dónde vivir, jornadas de
trabajo excesivas y agotadoras, sin días de descanso. Castigos en los
calabozos por la menor protesta, considerada como una indisciplina. Los
carceleros, en su mayoría, tenían problemas de carácter en
sus unidades y estaban allí sancionados.
José Olimpio Diviñón Díaz fue soldado de Batista
antes de 1959. En 1960 colaboró con la guerrilla antigubernamental del
cabo Lara en la Cordillera de los Organos, provincia de Pinar del Río. Lo
detuvieron y cumplió tres años de prisión en Isla de Pinos.
Era considerado en su barrio como un contrarrevolucionario. Al crearse las UMAP
en 1963 lo citaron y pasó directamente a la Unidad 1015 de esa institución.
Fue llevado a Camagüey y destinado al campamento "Los Mameyes".
Tenía 32 años. "Nos despertaban a las cinco de la mañana.
Hacían el pase de lista, tomábamos un poco de café aguado y
nos entregaban dos onzas de pan. Luego, a caminar hacia los campos, a limpiar o
cortar caña y chapear marabú. Cada compañía de cien
hombres era custodiada por cuatro guardias y un oficial. La jornada laboral
comenzaba a las seis de la mañana y concluía a las 7 u 8 de la
noche. Almorzábamos, y muchas veces comíamos, en el campo, con 20
minutos descanso. Se trabajaba 13 ó 14 horas diarias. No teníamos
derecho a visitas ni a pase. En otros campamentos dejaban que los familiares
visitaran a los internados cada cuatro o cinco meses. No se nos permitía
hablar entre nosotros, los confinados, durante la jornada laboral, ni dirigirnos
a los guardias. Al regresar al campamento nos bañábamos con agua
helada si la había. Las instalaciones no tenían electricidad en
las barracas donde nos hacinábamos, por regla general. No existía
recreación. A las 10 y 30 de la noche nos acostábamos y
electrificaban la cerca".
Los Testigos de Jehová internados se negaban a formar, saludar la
bandera y trabajar en el campo, motivo por el cual eran los más
reprimidos. Cada campamento tenía calabozos, huecos alambrados o celdas
de castigo para imponer la disciplina a los prisioneros.
Diviñón señala que en "La Gloria" había
"huecos cubiertos con alambres de púa, donde introducían a
los desobedientes. También existía una fosa a la salida de las
letrinas, llena de excrementos. Era frecuente que dos guardias tomaran por los
pies al que se negaba a laborar y le sumergían la cabeza en aquella
pestilencia casi hasta la asfixia. En otros campamentos había calabozos
de hormigón tan pequeños que una persona en su interior solamente
podía estar de pie o en cuclillas. Dormir era imposible mientras durara
el castigo, que podía prolongarse varios días, sin alimento y con
sólo un poco de agua. A quienes sometían a este castigo, con mayor
frecuencia, era a los prisioneros religiosos, que soportaban con estoicismo el
martirio".
"En la zona de 'Las Carolinas'", señala Raimundo, " a
los que se negaban a trabajar los paraban bajo el sol diez o doce horas, sin
comer ni tomar agua. A los creyentes los mantenían en esa posición
durante semanas y meses. En una ocasión, un oficial de apellido Matu o
Mata le rastrilló la pistola en la cabeza a un Testigo de Jehová y
le dijo: 'Veremos si tu Dios te salva de ésta'. Luego, en medio de risas
enfermizas se retiró tranquilamente".
Las UMAP no tenían puesto médico. Algunos campamentos contaban
con un sanitario si entre los confinados se encontraba algún estudiante
de Medicina. Los accidentados tenían que ir a pie con un custodio hasta
el batey del central azucarero más próximo o ser atendidos en un
pueblo cercano.
Raimundo fuerza la memoria y al respecto dice: "Hubo discusiones serias
entre custodios y recluidos. Recuerdo a uno que le decían 'Eleguá'.
Se negó a trabajar un día por sentirse enfermo. El teniente le
amenazó y golpeó. El muchacho sacó un machete que tenía
escondido y lo descargó contra brazos y piernas del militar. A 'Eleguá'
lo llevaron preso a Camagüey. Le celebraron juicio sumario, fue condenado a
muerte y fusilado. El carcelero quedó discapacitado de por vida. Entre
reclusos también existieron discusiones que provocaron heridos, pero
nunca víctimas fatales".
Las palizas eran públicas y frecuentes en las UMAP, para que
sirvieran de ejemplo. Alfredo relata que "un recluso asmático, de
apellido Pantaleón, se negó a cortar caña quemada porque le
afectaba la respiración. Los guardias lo golpearon salvajemente hasta que
se desmayó. Luego lo encerraron en el calabozo durante una semana. El
hecho ocurrió en noviembre del 65. Otro estudiante, trigueño, del
municipio 10 de Octubre, muy joven, se negó también a cortar caña
quemada. Los custodios lo golpearon. El chico sufrió un ataque de nervios
e intentó fugarse. Se lanzó hacia las cercas. Murió
electrocutado antes de que la guarnición pudiera cortar la energía.
Desconozco la explicación que le dieron a los padres del muchacho las
autoridades".
Todo lo que comienza tiene que concluir. A Raimundo le dieron la baja en
septiembre de 1966. Alfredo la obtuvo en febrero de 1967, antes de su
cumplimiento, por enfermar de los nervios. A Diviñón Díaz
lo liberaron en agosto de 1965. Los tres, al igual que muchos de los jóvenes
que estuvieron en esta sórdida institución, son actualmente
disidentes políticos al régimen de Castro.
Las UMAP desaparecieron en silencio en 1967, tal y como surgieron cinco años
antes. Hubo un incidente protagonizado por decenas de madres de aquellos chicos.
Ellas salieron a las calles de la ciudad de Camagüey, en agosto de 1965, en
señal de protesta por el trato y las condiciones inhumanas en que se
encontraban sus hijos, lo que dio como resultado -entre otras causas- que el
gobierno enviara una comisión investigadora. Las conclusiones y
recomendaciones de la comisión no fueron del dominio público, pero
lo cierto es que liberaron de aquel tormento a todos los muchachos incapacitados
momentáneamente por cualquier tipo de enfermedad, eliminaron las cercas
electrificadas en los campamentos y reanalizaron los expedientes de todos los
internados. Dos años más tarde se extinguieron las UMAP. Quizás
su abolición también pudo haber sido una recomendación de
la comisión. Después de todo, hay seres humanos en todos los
bandos.
Fue un error del gobierno de Castro la creación de las Unidades
Militares de Ayuda a la Producción. Error que han tratado de borrar por
todos los medios a su alcance. Las víctimas de este engendro infernal han
pasado a recoger sus bajas del SMO en diferentes oportunidades, y en los
expedientes no se hace mención a esta página de horror de la
historia de Cuba.
Es posible que las autoridades piensen que al desaparecer los documentos que
las mencionan desaparezca con ellos el estigma que significó para
aquellos jóvenes atreverse a ejercer las libertades ciudadanas de
pensamiento y credo religioso. Los pueblos no olvidan. ¡Y menos los padres
de aquellas víctimas inocentes!
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