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16 de marzo, 2001


Los trabajos forzados en Cuba

Héctor Maseda, Grupo Decoro

LA HABANA, marzo - Camagüey, provincia centro-oriental de Cuba, fue convertida entre los años 1963 y 1967 en el centro de operaciones de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Destino cruel para decenas de miles de jóvenes cubanos entre 15 y 30 años de edad, víctimas del miedo y la intolerancia del régimen castrista. El crimen cometido por los adolescentes: ser religiosos o desafectos ideológicos. Particular agresividad gubernamental padecieron los Testigos de Jehová, los estudiantes calificados de rebeldes porque les agradaba la música rock interpretada por grupos extranjeros. Fue una fórmula violenta de reeducación política, sin resultado alguno.

Corría el año 1963. Se cumplían dos años del fallido desembarco en playas cubanas de una fuerza militar opuesta al castrismo. Las autoridades cubanas establecieron de inmediato y por ley el Servicio Militar Obligatorio (SMO), con el objetivo de preparar en el uso del armamento a la juventud cubana. Pero... ¿qué hacer con los miles de muchachos desafectos? No podían ser incorporados SMO, donde se les enseñaría el manejo de las armas que después podrían virar contra el gobierno. Tampoco podían excluirlos del cumplimiento del servicio militar, ya que hubiera sido un mal ejemplo a seguir por el resto de los adolescentes. Existían, además, grupos armados opuestos a Castro que operaban en el Escambray y la Cordillera de los Organos. Era necesario encontrar una solución mediante la cual 30 ó 40 mil jóvenes "no confiables políticamente", que debían pasar por el SMO, estuvieran bajo control absoluto y pagaran con creces los gastos en que incurriera el Estado con ellos. Encarcelarlos no era una solución política y mucho menos inteligente.

Al mismo tiempo, era interés del gobierno hacer una limpieza social profunda, razón por la cual incorporarían en esta depuración a los proxenetas y homosexuales, y a los antisociales con antecedentes penales. Así, la purga sería general.

Y nacieron las UMAP, verdaderos campos de concentración y de trabajo forzado en la agricultura, muchas de ellas en la provincia de Camagüey. Miles de muchachos pasaron por sus filas engañados, ya que pensaban que cumplían con un deber patriótico. Nada más lejos de la verdad: el Estado necesitaba una fuerza laboral gratuita en aquella provincia.

Raimundo Jorge Martínez fue citado en marzo de 1964 durante el segundo llamado del Servicio Militar Obligatorio. Tenía 18 años. Le gustaba la música rock. Razón suficiente para que el Comité de Defensa de la Revolución de su cuadra lo denunciara por desviación ideológica. Ese día formó parte de una caravana de ómnibus. En cada uno iban casi 200 nuevos enlistados, y sus guardias, con fusiles y bayonetas. El contingente era de 1,400 hombres. No pararon en ningún pueblo. "Las necesidades fisiológicas las realizábamos en el interior de los ómnibus", recuerda Raimundo. "No recibimos agua o alimentos durante el viaje. Llegamos a la ciudad de Camagüey. Nos recibieron otros militares. Me incorporaron a la Unidad 2506, campamento 'Las Carolinas', a quince kilómetros del central 'Amancio'. Otros contingentes fueron trasladados en trenes, bajo condiciones similares a las nuestras. Nos dijeron que formaríamos parte de unidades especiales. Nuestras armas consistirían en instrumentos de trabajo. 'La disciplina será fuerte, para templarlos como el acero', nos dijeron".

Alfredo A. Delgado Ontivero estudiaba en la secundaria básica "Rafael María Mendive", de 10 de Octubre. "Pertenecí a un grupo de agitación denominado 'José A. Echeverría'. Pintábamos carteles y repartíamos proclamas contra el gobierno. Todos fuimos descubiertos y detenidos. Pocos días después de que me pusieran en libertad me citó el Comité Militar. El oficial que me recibió me dijo que iba para la UMAP porque yo era un desafecto político que se hacía necesario reprogramar. Era el tercer llamado, marzo de 1965. Tenía 19 años.

"Llegamos a Camagüey, campamento 'La Gloria'. Unidad 2237. Me entregaron un par de botas, un pantalón verde oliva, una camisa azul de mezclilla con un membrete azul y rojo que decía 'UMPA'. Y una gorra. Me preguntaron mis datos personales y me dieron un número de control. A continuación nos enseñaron el lugar donde viviríamos. No había nada. Sólo una cerca de alambre de púas de 4 a 5 metros de altura, que rodeaba un área de unos dos kilómetros cuadrados. La cerca perimetral la electrificaban de noche al concluir el trabajo, para que no nos fugáramos. Recibimos unas lonas para dormir donde pudiéramos, y quince días de plazo para construir las barracas de madera y techo de fibrocemento. Los custodios tenían una oficina y sus albergues literas, baños y comedor".

En realidad, las condiciones de vida no podían ser peores: poca y mala alimentación. No había dónde vivir, jornadas de trabajo excesivas y agotadoras, sin días de descanso. Castigos en los calabozos por la menor protesta, considerada como una indisciplina. Los carceleros, en su mayoría, tenían problemas de carácter en sus unidades y estaban allí sancionados.

José Olimpio Diviñón Díaz fue soldado de Batista antes de 1959. En 1960 colaboró con la guerrilla antigubernamental del cabo Lara en la Cordillera de los Organos, provincia de Pinar del Río. Lo detuvieron y cumplió tres años de prisión en Isla de Pinos. Era considerado en su barrio como un contrarrevolucionario. Al crearse las UMAP en 1963 lo citaron y pasó directamente a la Unidad 1015 de esa institución. Fue llevado a Camagüey y destinado al campamento "Los Mameyes". Tenía 32 años. "Nos despertaban a las cinco de la mañana. Hacían el pase de lista, tomábamos un poco de café aguado y nos entregaban dos onzas de pan. Luego, a caminar hacia los campos, a limpiar o cortar caña y chapear marabú. Cada compañía de cien hombres era custodiada por cuatro guardias y un oficial. La jornada laboral comenzaba a las seis de la mañana y concluía a las 7 u 8 de la noche. Almorzábamos, y muchas veces comíamos, en el campo, con 20 minutos descanso. Se trabajaba 13 ó 14 horas diarias. No teníamos derecho a visitas ni a pase. En otros campamentos dejaban que los familiares visitaran a los internados cada cuatro o cinco meses. No se nos permitía hablar entre nosotros, los confinados, durante la jornada laboral, ni dirigirnos a los guardias. Al regresar al campamento nos bañábamos con agua helada si la había. Las instalaciones no tenían electricidad en las barracas donde nos hacinábamos, por regla general. No existía recreación. A las 10 y 30 de la noche nos acostábamos y electrificaban la cerca".

Los Testigos de Jehová internados se negaban a formar, saludar la bandera y trabajar en el campo, motivo por el cual eran los más reprimidos. Cada campamento tenía calabozos, huecos alambrados o celdas de castigo para imponer la disciplina a los prisioneros.

Diviñón señala que en "La Gloria" había "huecos cubiertos con alambres de púa, donde introducían a los desobedientes. También existía una fosa a la salida de las letrinas, llena de excrementos. Era frecuente que dos guardias tomaran por los pies al que se negaba a laborar y le sumergían la cabeza en aquella pestilencia casi hasta la asfixia. En otros campamentos había calabozos de hormigón tan pequeños que una persona en su interior solamente podía estar de pie o en cuclillas. Dormir era imposible mientras durara el castigo, que podía prolongarse varios días, sin alimento y con sólo un poco de agua. A quienes sometían a este castigo, con mayor frecuencia, era a los prisioneros religiosos, que soportaban con estoicismo el martirio".

"En la zona de 'Las Carolinas'", señala Raimundo, " a los que se negaban a trabajar los paraban bajo el sol diez o doce horas, sin comer ni tomar agua. A los creyentes los mantenían en esa posición durante semanas y meses. En una ocasión, un oficial de apellido Matu o Mata le rastrilló la pistola en la cabeza a un Testigo de Jehová y le dijo: 'Veremos si tu Dios te salva de ésta'. Luego, en medio de risas enfermizas se retiró tranquilamente".

Las UMAP no tenían puesto médico. Algunos campamentos contaban con un sanitario si entre los confinados se encontraba algún estudiante de Medicina. Los accidentados tenían que ir a pie con un custodio hasta el batey del central azucarero más próximo o ser atendidos en un pueblo cercano.

Raimundo fuerza la memoria y al respecto dice: "Hubo discusiones serias entre custodios y recluidos. Recuerdo a uno que le decían 'Eleguá'. Se negó a trabajar un día por sentirse enfermo. El teniente le amenazó y golpeó. El muchacho sacó un machete que tenía escondido y lo descargó contra brazos y piernas del militar. A 'Eleguá' lo llevaron preso a Camagüey. Le celebraron juicio sumario, fue condenado a muerte y fusilado. El carcelero quedó discapacitado de por vida. Entre reclusos también existieron discusiones que provocaron heridos, pero nunca víctimas fatales".

Las palizas eran públicas y frecuentes en las UMAP, para que sirvieran de ejemplo. Alfredo relata que "un recluso asmático, de apellido Pantaleón, se negó a cortar caña quemada porque le afectaba la respiración. Los guardias lo golpearon salvajemente hasta que se desmayó. Luego lo encerraron en el calabozo durante una semana. El hecho ocurrió en noviembre del 65. Otro estudiante, trigueño, del municipio 10 de Octubre, muy joven, se negó también a cortar caña quemada. Los custodios lo golpearon. El chico sufrió un ataque de nervios e intentó fugarse. Se lanzó hacia las cercas. Murió electrocutado antes de que la guarnición pudiera cortar la energía. Desconozco la explicación que le dieron a los padres del muchacho las autoridades".

Todo lo que comienza tiene que concluir. A Raimundo le dieron la baja en septiembre de 1966. Alfredo la obtuvo en febrero de 1967, antes de su cumplimiento, por enfermar de los nervios. A Diviñón Díaz lo liberaron en agosto de 1965. Los tres, al igual que muchos de los jóvenes que estuvieron en esta sórdida institución, son actualmente disidentes políticos al régimen de Castro.

Las UMAP desaparecieron en silencio en 1967, tal y como surgieron cinco años antes. Hubo un incidente protagonizado por decenas de madres de aquellos chicos. Ellas salieron a las calles de la ciudad de Camagüey, en agosto de 1965, en señal de protesta por el trato y las condiciones inhumanas en que se encontraban sus hijos, lo que dio como resultado -entre otras causas- que el gobierno enviara una comisión investigadora. Las conclusiones y recomendaciones de la comisión no fueron del dominio público, pero lo cierto es que liberaron de aquel tormento a todos los muchachos incapacitados momentáneamente por cualquier tipo de enfermedad, eliminaron las cercas electrificadas en los campamentos y reanalizaron los expedientes de todos los internados. Dos años más tarde se extinguieron las UMAP. Quizás su abolición también pudo haber sido una recomendación de la comisión. Después de todo, hay seres humanos en todos los bandos.

Fue un error del gobierno de Castro la creación de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción. Error que han tratado de borrar por todos los medios a su alcance. Las víctimas de este engendro infernal han pasado a recoger sus bajas del SMO en diferentes oportunidades, y en los expedientes no se hace mención a esta página de horror de la historia de Cuba.

Es posible que las autoridades piensen que al desaparecer los documentos que las mencionan desaparezca con ellos el estigma que significó para aquellos jóvenes atreverse a ejercer las libertades ciudadanas de pensamiento y credo religioso. Los pueblos no olvidan. ¡Y menos los padres de aquellas víctimas inocentes!


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