Una exposición
reveladora
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, octubre (cubanet.sergipeconectado.com) - Yo debo de haber sido el asistente
nueve mil que visitó la sala del Museo Nacional de Bellas Artes, donde se
expone la muestra "Voces del silencio", del pintor cubano Cosme
Proenza. Dejé pasar las invitaciones oficiales y el desfile de "celebridades"
para extasiarme a mis anchas con los cuadros que ya había visto en los
anuncios de la televisión y me parecían altamente sugerentes.
Hace alrededor de quince días la exposición fue inaugurada y
abierta al público, y las propias veladoras de la sala no salen de su
asombro frente a la afluencia de iradores. Es inusual que una muestra de
pintura actual cubana atraiga a tantos espectadores.
¿Qué tienen estas telas que han llamado tanto la atención?
La respuesta pudiera ser simple. En ellas hay pintura, arte. Pero eso sería
insuficiente. En estos tiempos los caminos del arte son tan enrevesados que
cualquier explicación sencilla, por muy bien intencionada que sea, podría
resultar riesgosa, tanto como el riesgo aque debe haberse expuesto Cosme Proenza
al mostrarnos esta "rara avis" de la pintura contemporánea
cubana.
Lejos andan estos lienzos de los códigos pancartistas donde cada símbolo,
cada pincelada, cada trazo son un grito de combate, una santificación de
héroes y mártires de la política; lejos también del
orichismo que ha permeado la pintura cubana más reciente -en algunos
creadores auténticamente y en otros por la comodidad que supone acogerse
a la moda que triunfa, ya Che-ismo, balser-ismo, jineter-ismo, ecolog-ismo.
"Voces del silencio" es una muestra despojada de concesiones estéticas,
de oportunismos políticos, de maniqueísmos culturales que tornan
nuestro arte un bloque plano. En ella hay acercamientos profundos a esa herencia
europea que también compone nuestra identidad, nuestra cultura, nuestro
ajiaco étnico. No sólo de animismo y africanía está
hecha nuestra cubanidad. Cosme Proenza no pinta a Orula que, por supuesto, nos
pertenece; pinta a San Franciso de Asísque ¿quién se atrevería
a negarnos? Sólo que nos habían obligado a olvidarnos de él.
Como si aquel verso de Nicolás Guillén: "Santa Bárbara
de un lado / del otro lado Changó", no existiera. Somos
transculturados, es cierto, pero la transculturación no supone, ni por
asomo, negar una parte por más necesidades político-estratégicas
que existan.
A eso viene Cosme Proenza, a recordarnos que la parte blanca que nos compone
también existe dentro del marasmo cultural que somos. No hay atávicos
tambores en sus cuadros; hay cornos y trompas y flautas. No hay "repique
bronco"; hay melodía.Y es que nuestra música tiene de cante
jondo y de liturgia invocadora, de violín y tambores. Es rítmica y
melódica. Disfrutemos también la melodía.
Los dioses de Proenza no son las rudas deidades que nos legaron nuestros "abuelosnegros"
y que ya fueron sublimados, establecidos, legitimados en el arte por las manos,
primero de Picasso, y más tarde de Lam, con magistralidad suficiente.
Los dioses de Proenza son más bien las apolíneas divinidades
que acompañaron a nuestros "abuelos blancos" y que, desde los
Cristos pantocráticos medievales hasta los santos renacentistas, nos
embelesaron bajo la mano de un Tiziano hasta un Rafael. No están
presentes los trazos primitivos del brujo de la tribu que con sus
representaciones gráficas, suscantos y sus oblaciones conjuraba los
males; hay el refinamiento académico de aquel Miguel Ángel a quien
el Papa, al encargarle la porqueriza que luego sería la Capilla Sixtina,
le dijera: "Veamos si Dios habla por tus manos". Y es que frente a
Dios no existe civilización ni barbarie. Existe el hombre-raza- postrado
frente a su grandeza. Se le llame a Dios Oloffi o Jehová.
La pintura de Cosme Proenza es, en síntesis, a mi parecer, la búsqueda
de su paradiso propio, la pujanza por acercarse a esa zona inefable a donde a
los humanos "les está negada la presencia", o de la cual, hasta
ahora, sólo tenemos anuncios, noticias de su existencia. El tríptico
"Jardín", que se expone en la muestra, pudiera ser una clave,
una pista. Otras pistas serían ese extraño androginismo presente
en sus deidades, con rostros femeniles y cuerpos masculinos, en los cuales,
pudorosamente, se oculta el sexo, después de unos desnudos que envidiarían
muchos "clásicos"; o esos exóticos instrumentos músicos
de donde, para quien tenga buen oído, brota una música celestial;
o la exuberancia de una flora y una fauna insólitas, que todavía
habría que descodificar.
Y es asombrosa la tranquilidad espiritual que emana de esa pintura, donde se
mezclan el trazo firme, escultórico del excelente dibujante, y la
pincelada precisa del colorista exquisito. De esa armónica conjunción
entre línea y color, de ese juego esplendente de luz y sombra, de esa
paciente consecución del detalle, se expande por todo el cuadro la
consonancia total, y pareciera que esas largas varas humeantes que, como Lanzas
de Breda sostienen raras figuras de una imaginería desbordante, fueran
elevados incensarios que perfuman el ambiente todo.
Merecería -lo merecen, estoy seguro- cada uno de los cuadros
expuestos un análisis más sosegado, una exégesis más
especializada. Pero, por ahora, me conformo con estos apuntes impresionistas en
los cuales sólo habla la emoción de reencontrarme con la gran
pintura. Esa gran pintura que me recuerda la existencia de un Boticelli, de Dalí,
de Leonardo y Velázquez. De El Greco y de Murillo. De Goya y de
Rembrandt.
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