Daniel Morcate. El Nuevo Herald,
febrero 13, 2003.
Una vez más, el régimen de Fidel Castro organiza un sainete
con el nombre eufemístico de III Conferencia sobre la Nación y la
Emigración. Su objetivo imposible será entablar un ''diálogo''
con cubanos de la "comunidad del exterior. Si el lenguaje de esta
convocatoria suena orwelliano es porque lo es. En realidad, no forma parte de la
idiosincrasia de autócratas como Castro el iniciar diálogos de tú
a tú con nadie. Se trata de un axioma biológico más que político
o ético. Lo que presenciaremos, como ha ocurrido ya en dos ocasiones
previas, es un monólogo a dos voces, si se me permite la aparente
contradicción en los términos. Y su resultado estará tan
predeterminado que sería exactamente el mismo si a la farsa no acudiera
ni un solo "cubano del exterior''.
Como Cuba ya no es su finca, sino más bien su potrero, Castro hace
con ella lo que le viene en ganas. Eso incluye ofrecer ''concesiones
migratorias'' como las que supuestamente considera hacer a los cubanos de la
isla y del exterior. Uno de sus cortesanos, Ricardo Alarcón, insinuó
recientemente cuál sería la principal: flexibilizar los requisitos
que el régimen exige a los cubanos que desean salir o entrar a la isla.
Se refiere a las trabas estalinianas que, como buena dictadura totalitaria, el régimen
impone a sus propios ciudadanos, en violación del derecho elemental que
todos tienen de abandonar y regresar a su país cuando lo deseen. Muchos
recordarán que, durante los anteriores sainetes, Castro anunció la
liberación de presos políticos, cuya existencia había
negado hasta entonces, y la autorización de que regresaran los gusanos
convertidos en selectas mariposas libatorias de divisas que salvaran a su régimen
del desplome económico.
Pese a las frecuentes fanfarronadas de Castro y sus secuaces, su régimen
es tan vulnerable que incluso le teme a la libre circulación de los
cubanos. Los que pueden salir de inmediato se percatan de que la vida está
en otra parte y, si no son demasiado viejos ni han dejado atrás
familiares-rehenes, se quedan fuera. Estos son los proverbiales ''desertores'' a
los que vitupera la propaganda castrista. Los cubanos que pueden entrar portan
el virus del escepticismo, del sano cuestionamiento de los insanos dogmas
oficiales. Y encima son pruebas vivientes de que, hoy en día, un cubano
libre y de éxito es, por definición, un cubano que reside en el
extranjero.
Por eso Castro se está pensando cuidadosamente cuáles han de
ser las ''concesiones'' migratorias que anunciará con el pretexto del diálogo
con cubanos del exterior. La calculadora leninista no para de funcionar. El
viejo dictador saca cuentas económicas pero también y sobre todo
políticas. Lo que nos lleva a las verdaderas razones de la puesta en
escena de este nuevo entremés dialoguero. Como en las dos previas
ocasiones, La Habana busca mejorar su magullada imagen en el exterior, donde
hasta sus socios comerciales se impacientan con el trogloditismo de Castro y su
corte. Ante los grupos de derechos humanos, políticos antiestalinistas y
periodistas inquisitivos que los cuestionan, los socios del régimen cada
vez pasan más trabajo para justificar, por ejemplo, la mutua explotación
de los trabajadores cubanos o el desprecio oficial al buenazo de Oswaldo Payá
y su querúbico Proyecto Varela. Necesitan una excusa, un gesto
cualquiera, un par de cambios cosméticos para levantar un tris la moral,
caramba, comandante...
Luego está el poderoso dólar, al que en estos días le
ha dado por ausentarse de Cuba no por diseño oficial, como ocurría
cuando la Unión Soviética financiaba el orgullo revolucionario,
sino por causa y efecto de los imponderables: el miedo de los turistas a viajar
en tiempos de Osama bin Laden y la preguerra con Saddam Hussein, el salpafuera
en la Venezuela del generoso pero obtuso camarada Hugo, la súbita reducción
de los fondos que los líderes de Latinoamérica y Europa están
dispuestos a despilfarrar en Cuba. Castro espera, implora más bien, que
los cubanos que se le fueron regresen mansamente cargados de dólares y
provisiones para sus seres queridos y, colateralmente, para su régimen.
La farsa de abril servirá para darle una apariencia humanitaria a su
rogatoria desesperada.
Si el dictador y sus secuaces realmente quisieran dialogar con cubanos que
no piensan como ellos no tendrían que buscarlos ni en Miami, ni en Nueva
York ni en Madrid: bastaría con que aceptasen alguno de los diálogos
para reformar a Cuba de veras que les proponen los opositores internos. Pero
estos valientes cubanos tienen pocos dólares y demasiadas ganas de
cambiar la dictadura. Castro no puede saciarlas con burdas manipulaciones.
Preguntar por qué, dadas las circunstancias, decenas de residentes
del exterior se prestarán para esta nueva farsa es conocer mal a los
cubanos y peor la historia de nuestro país durante el último
siglo. Algunos irán porque son agentes dormidos o despiertos a los que el
régimen activará para la memorable ocasión. Otros porque
algún día nos contarán con desenfado que trabajaban para la
CIA o el FBI. Y la mayoría por una vocación de protagonismo que
les hace imaginarse, a veces con asombrosa sinceridad, que son capaces de variar
el rumbo totalitario de Cuba por su linda cara. La mitomanía es un mal
endémico entre muchos cubanos. Castro es el paciente que más lejos
lo ha llevado y el que más provecho personal le ha sacado a la vez. Algún
día habrá que inventar un manicomio especial para tratarlo. |