Mi
bandera ultrajada 5c3r3d
Ramn
Cols, El
Nuevo Herald, 20 de marzo de 2006.
Estocolmo, la capital sueca, me recibi
como a un viejo amigo. A pesar del invierno la
ciudad se vesta de un candor intenso por
la nieve. Una tarde adolescente y oscura no evitaba
encontrar el abrazo solidario de los jvenes
liberales de all. Estos, juntos a People
in Need y otras instituciones democrticas
europeas, organizaban un seminario acerca de la
transicin y los actores de cambio en Cuba,
en esa ciudad.
El evento comenzaba en una plaza pblica
temprano en la maana. Haba silencio
alrededor del sitio. Al parecer, el ruido en ciudades
heladas es poco perceptible y tempestivo. Transentes
pesarosos y abrigados caminaban de prisa, cuidando
no resbalar en el hielo. Miraban con curiosidad
a los reunidos que hablaban de Cuba y su tragedia.
A nuestro lado, muy cerca, confundindose
en la multitud quedaban los amigos de Castro.
Estaban cansados por la edad y el fro,
por la inercia y el desmn. Esperaban,
quizs, encontrar terroristas en los exiliados
que asistamos a la vieja plaza a exponer
la verdad que desconoce el mundo.
Nosotros ramos esos cubanos raros de
los que tanto se habla en La Habana y que muchos
en el mundo creen.
Ellos portaban una enorme pancarta condenando
el embargo. No precisaban, por cierto, si se trataba
del que Castro impone a los cubanos o se referan
a la poltica de Estados Unidos hacia Cuba.
El grupo permaneca en silencio. Lo miraba
todo con asombro. Tal vez con desconfianza y temor.
Comentaban algo en forma de susurro entre ellos.
En sus miradas se perciba el odio y el
rencor que proviene de mentes enfermas de maldad
y confusin, atados al compromiso con una
realidad desconocida y con una revolucin
inexistente. Parecan militantes de las
brigadas castristas de respuesta rpida.
Esas que en Cuba allanan viviendas y atacan a
pacficos disidentes.
Llamaba la atencin la composicin
del grupsculo. Ancianos en su mayora,
con la excepcin de un joven. Era alto
y cubra parte de su rostro con un gorro
negro. Posiblemente, senta la dureza del
invierno o tal vez se apenaba por el triste papel
que le haban asignado. Se mostraba perturbado
y antes de culminar el acto se march,
facilitndoles todo el espacio y licencia
a los ancianos movilizados por Castro.
Un miembro de la comparsa tomaba fotografas
de los participantes y se comunicaba por su mvil
constantemente. Daba la impresin de un
gendarme asalariado reportndose al superior
para garantizar su paga. Este, el ms intranquilo
y obsceno, me record al chivato del CDR
y a la financista de las federadas haciendo prevalecer
su militancia en medio del brasero.
Otro era una mujer embriagada de la revolucin
cubana y del Che Guevara. Pareca un asbesto
dbil y prodigado. Impresionaba hambrienta
y de poca cultura, soez e insolente. No pareca
sueca. Coment haber regresado recientemente
de La Habana y deseaba volver. Tal vez, su papel
de bastonera en la cochambre pudiera servirle
para obtener una visa o un tour gratis por la
isla. Esa forma de pago todos los amigos de la
revolucin cubana en el exterior la conocen
y siempre la aceptan. Castro manipula los sentimientos
humanos y sabe qu ofrecer a cambio. No
importa que sean trozos de un pas devastado.
Consternaba observar la bandera cubana que portaban.
Era vieja. Estaba sucia y apenas ondeaba por la
ausencia del viento. Se vea triste como
la maana del invierno sueco y empalidecida
como los cubanos de la isla. Sus colores resultaban
extraos. La estrella blanca no brillaba.
El azul era lnguido y grisceo,
como en los veranos, cuando una tormenta oscurece
el cielo. El rojo se vea marchito. Carcomido
por el tiempo, las polillas y el moho.
El blanco pareca enfangado como la nieve
tiesa que es pisada inescrupulosamente en el pas
nrdico cuando la primavera se les viene
encima y el lodo empaa las calles ms
estrechas de la ciudad.
Una seora, que hablaba espaol,
sostena con ''orgullo'' aquel smbolo
patrio postrado con vulgaridad a un viejo madero.
Frank Calzn se acerca y en voz baja le
dice:
--Esa es mi bandera. Por qu me
la ultraja?
Hubo silencio. Me uno a Calzn para interrogarla.
Ninguna de nuestras preguntas fue respondida.
Record, entonces, las manifestaciones
en La Habana donde la gente grita y levantan banderitas
de papel sin saber qu defienden. Hasta
Estocolmo llegan las prolongaciones de la maldad
de Castro y la confusin. En cualquier
lugar, pensara el gobernante, se puede
utilizar la bandera cubana por cualquier persona,
siempre que simule apego a la revolucin.
Al terminar el acto no nos dispersamos. Fuimos
hacia la seora abanderada. Queramos
solamente ensearle cmo guardar
nuestro gallardete. Ella se negaba. Calzn
y yo insistimos. Los otros castristas se nos acercaron.
--Castro no les ha enseado como
rendirle honor a esa bandera? --pregunt
Calzn.
Todos quedaron perplejos. Cruzaron miradas entre
ellos. Aprovechamos su desconcierto. Tomamos nuestra
insignia con respeto. Le retiramos el madero que
la ataba. La doblamos en silencio. Frank la coloc
en su pecho y luego la entreg a la seora
mientras le deca:
--Esa siempre ser nuestra bandera.
[emailprotected]
Fundador de Bibliotecas Independientes de
Cuba.
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