LA HABANA, Cuba.- Durante la pandemia de la COVID-19, en una de las infinitas colas para comprar no recuerdo qué, presencié una peculiar discusión sobre el problema Cuba. Habían acontecido ya las protestas masivas del 11 de julio (11J), las cárceles se habían llenado de presos políticos y el éxodo por la vía de Nicaragua se tornaba cada vez más numeroso. El país comenzaba a vaciarse a un ritmo frenético. En la cola se hablaba del tema con resignación, pero al menos la gente señalaba directamente las causas del deterioro nacional. 3q1y3p
Un hombre entrado en años dijo que no habría solución si la juventud continuaba huyendo, porque solo los jóvenes podían hacer algo por este país. Al instante un muchacho le respondió, con tono hosco, que los jóvenes no tenían la obligación de poner el pecho para cambiar lo que otros echaron a perder antes de que ellos nacieran. “La culpa de todo esto es de la generación de ustedes, que lo permitieron todo y gritaron ‘pa’ lo que sea, Fidel’. Ahora quieren que uno arregle lo que ustedes jodieron”. Esas fueron, en lo fundamental, sus palabras.
En la cola se hizo silencio, quizás porque aquella verdad aplastó a más de uno, o porque el muchacho manifestaba la clase de enojo que no invitaba a una réplica instantánea. La gente andaba muy alterada entonces, casi tanto como ahora. Sin embargo, el hombre le dio la razón, itiendo que su generación no debió haber sido tan crédula.
Aquellos cubanos que apoyaron sin reservas el proceso hoy integran, mayoritariamente, un segmento de población que el régimen califica como “vulnerable”. Son jubilados, pensionados de la seguridad social, o trabajadores que, una vez retirados, optaron por recontratarse para calzar con un dinero extra sus magras chequeras. Todavía algunos, con la piel pegada a los huesos, dicen mantenerse fieles a la revolución. Otros callan por vergüenza y numerosos son los que gritan su desilusión, cansados de escuchar justificaciones y de ver que el país está peor que en la década de 1950, una época que recuerdan con claridad.
Cada día son más los ancianos que estallan con una frustración acumulada durante muchísimos años. Critican las medidas del gobierno, lamentan su ceguera de antaño y hasta niegan públicamente que exista el “bloqueo” estadounidense, como lo hizo una señora en una calle de la Habana Vieja, tras horas esperando para sacar dinero de los cajeros automáticos que están siempre desabastecidos, uno de los grandes problemas creados por la Tarea Ordenamiento que no se pergeñó en las oficinas del imperio, sino en las del partido comunista de Cuba “luego de diez años de análisis e incansable labor por parte de múltiples comisiones”, para finalmente resultar en un fracaso económico irreversible, que ha colocado al 90% de la población cubana por debajo del umbral de la pobreza.
Esa señora que con tanta valentía aseguró ante una cámara que es mentira que haya “bloqueo” y que estemos como estamos por culpa de Donald Trump, es veladora en un museo de la Habana Vieja y cuida a su madre en medio de una crisis que afecta a todos los cubanos, pero con especial rigor a los adultos mayores de sesenta años, que hoy representan un cuarto de la población. El ordenamiento y su reordenamiento, la corrección de distorsiones, la bancarización y la dolarización son escaños superpuestos en un andamiaje de corrupción e incompetencia gubernamentales que para nada tuvo en cuenta el impacto que tales medidas tendrían en un sector que, desde mucho antes de la pandemia, rodaba hacia la indigencia.
No es culpa de Trump, ni del embargo, que una anciana no pueda extraer su dinero duramente trabajado porque la infraestructura de los bancos cubanos esté destruida, o porque no haya conexión o electricidad. El único bloqueo que existe, como bien señala la señora, es “el de los cubanos acabando unos con otros”, porque al final no hizo falta un enemigo, ni una catástrofe natural, ni el paso inclemente del tiempo para reducir a escombro y miseria un país hermoso.
Bastó un cubano y sus secuaces para diseminar la pobreza, la envidia, la intolerancia y el miedo por cada rincón de la isla. Tanto miedo que la señora del video encontró, en su propia casa, un bloqueo real: el de su hijo reprochándole que hiciera tales declaraciones en cámara, y prohibiéndole criticar al gobierno en público porque le iba a buscar un problema.
El ciclo de terror en Cuba es interminable, pero la generación que por décadas anduvo a ciegas está viendo la luz. Dentro de muy poco las cámaras del oficialismo no podrán contar siquiera con esas viejitas fidelistas hasta la muerte, porque no hay manera de llamar revolución a esto que se está viviendo, ni de justificar con el embargo las decisiones que se toman desde lo más alto del poder político, adonde no llegan los reclamos porque allá arriba nadie, nunca, ha pertenecido al sector de los vulnerables.