LA HABANA, Cuba.- Cuando se hacen los Equipos de Ensueño de las Series Nacionales, el dueño de la segunda base se da por descontado. Por más que muchos amen a Alfonso Urquiola, Rey Vicente Anglada o Juan Padilla, el voto generalizado recae siempre en Antonio Pacheco. 6a3f6b
Tan grande como bateador fue el santiaguero, que jamás desentonó pese a anteceder en todos los line ups a Orestes Kindelán y Omar Linares.
Tan eficiente se mostró en la custodia del segundo saco, que todo lo que pasaba por allí (sobre todo hacia su izquierda o por arriba) era out seguro.
Tan respetable era su presencia en el terreno, que nadie pudo discutirle la capitanía de plantillas tan potentes como la Aplanadora de Santiago o el team Cuba de los años noventa.
Tan bravo se portó en las verdes y maduras, que una vez lo sacaron de emergente para enfrentarse a la recta supersónica de Lazo, y a contrapelo de la cintura lesionada le conectó un jonrón imprescindible en la leyenda de la pelota nacional.
Dicho en pocas palabras, un pelotero de época. Un tipo que, desde el silencio, gritaba más que el resto. Un profesional dentro del falso amateurismo de este béisbol.
Pacheco le dio a Cuba lo que Cuba no podía retribuirle. Transitó por las escuadras de casa en todas las categorías, y en cada una ofreció rendimientos de excepción. Tuvo tiempo de sobra para probar su calidad en la pelota de Estados Unidos, pero sus ambiciones se limitaban a lucir las cuatro letras y el uniforme rojinegro de Santiago.
Esa fue su decisión, y debe respetarse: total, cada cual escribe su destino con el bolígrafo que le viene en ganas. No obstante, también debió haberse acatado sin reparos su determinación posterior de no volver a Cuba luego de cumplir un contrato de trabajo en Canadá. Y eso no sucedió.
Estuvo mal. Horrible. Recuerdo que la directiva de la federación doméstica se negó a aceptar que lo incluyeran en un Salón de la Fama cuya refundación había costado Dios y ayuda, y que se le acusó de traición, y que incluso se llegó a excluir su número en una galería improvisada sobre el dugout de las Avispas en su cuartel del ‘Guillermón Moncada’.
“Ese que te ignoró no sabe que la Guerra Fría terminó hace años —escribí a la sazón—, y tal vez nadie le dijo que tú estás concentrado en tu trabajo como entrenador, ganándote la vida honradamente sin lloriquear por el dinero que dejaste de hacer en tu etapa como atleta, aquella en la que (con todo el derecho de este mundo) renunciaste a ser big leaguer. Ese jamás te valoró, Pacheco. Ese apenas te vio como instrumento”.
Afortunadamente Norteamérica sí lo valoró. Casi no había llegado cuando ya tenía ojos sobre él, y no tardó en vincularse con los Yankees —nada menos que los Yankees— como entrenador en su sistema de granjas. Allí sigue, y allí (se cuenta) está muy bien ranqueado.
No obstante, si hoy Pacheco estuviera desligado por completo del béisbol, de todos modos el fanático no lo habría olvidado. No podría, porque fueron dos décadas regalándole emociones desde la humildad más exagerada. Así que como dije alguna vez, ese número ‘6’ va a brillar toda la vida en el estadio de los corazones nacionales. Un estadio donde ningún funcionario puede prohibirlo.